OPINIóN

Los presidentes del odio

Vivimos tiempos difíciles. Y no me refiero solamente a lo económico o lo institucional, sino también y sobre todo a un clima social que se ha ido volviendo más hostil, más agresivo, más violento.

Pablo Temes
| Pablo Temes

Hace pocos días, mientras participaba en un programa de televisión, un grupo de encapuchados irrumpió violentamente en el canal, rompió vidrios, dañó autos y bicicletas y trabajadoras y trabajadores del lugar, —también el mío en el que impacto una de las piedras arrojadas por los manifestantes— y dejó pintadas amenazantes. No fue un hecho aislado. No fue un exabrupto. Fue una expresión de algo mucho más profundo y preocupante: la naturalización del odio como motivación y la violencia como acción y forma de hacer política y de vincularnos en sociedad.

Vivimos tiempos difíciles. Y no me refiero solamente a lo económico o lo institucional, sino también y sobre todo a un clima social que se ha ido volviendo más hostil, más agresivo, más violento. Un clima que se expresa en las redes con insultos cobardes, en las calles con escraches y piedrazos, en las escuelas con bullying, en las casas con violencia machista. Todas estas formas tienen algo en común: se alimentan del desprecio por el otro, del fanatismo y de la deshumanización.

No es casual que muchos de estos discursos sean fogoneados desde el poder. En nuestro país, el kirchnerismo ha construido su identidad sobre la base de la confrontación permanente, dividiendo a los argentinos entre “pueblo” y “enemigos”, entre “militantes” y “traidores”, entre “nosotros” y “nadie”. El episodio del canal TN, con militantes encapuchados que dicen responder a Cristina Fernández de Kirchner, no hace más que replicar esa lógica: quien piensa distinto debe ser golpeado, silenciado, intimidado, excluido.

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Y como si tuviéramos poco con el kirchnerismo, llegó Milei con su secta de misas oscuras, sus amenazas más o menos patéticas, sus apodos cargados de burla, sus fakes, sus trolls. Milei es el presidente de la violencia discursiva, el desprecio por los más vulnerables, y del ataque constante a cualquiera que se atreva a disentir. Insultar a artistas, periodistas, opositores, y hasta a países hermanos se ha vuelto parte del manual presidencial. Y lo más grave: se lo festeja. Y se lo copia.

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El llamado del jefe de estado a “Odiar un poco más” recogió entre sus más fieles adeptos al diputado Espert ya conocido por su prédica insultante que lo volvió a hacer, en una universidad, de manera brutal, descolocada y repudiable hacia Florencia Kirchner.

Esto no es solo un problema argentino. Lo vemos con Donald Trump en Estados Unidos, con Bolsonaro en Brasil, con líderes de ultraderecha que crecen en Europa. El método es similar: sembrar miedo, dividir, señalar enemigos internos, apuntar contra minorías, atacar a la prensa, y prometer que todo será mejor si los “otros” desaparecen.

Se busca, además, deslegitimar la palabra del otro. Por eso tanta fiereza contra periodistas que investigan o que están informados o que no se callan.

Pero las democracias no se fortalecen gritando ni amenazando. Se fortalecen con diálogo, con reglas claras, con instituciones que funcionen, con respeto por la ley y con una ética de la responsabilidad. En tiempos como estos, donde el odio parece ser moneda corriente, más que nunca necesitamos líderes que apuesten por la empatía, la palabra, la moderación y el ejemplo.

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Yo elijo ese camino. Aunque sea más difícil. Aunque sea menos ruidoso. Aunque duela ver cómo a veces se impone la prepotencia por sobre la razón. Porque estoy convencida de que la política debe volver a ser un puente, no un muro. Un espacio donde se construya, no donde se destruya.

Hay una oportunidad. Reconstruir un escenario político donde se pueda elevar el nivel del debate público dándole contenido, con un profundo respeto a la diversidad que es uno de los valores de la vida en democracia. Donde lo único que exista no sea la confrontación violenta de los extremos, sino un lugar de equilibrio, moderación, acuerdos y disensos, conversación pública y reglas de competencia claras y equitativas.

Podrán romper autos, escribir amenazas o gritar desde el anonimato. Pero lo que no podrán romper es la convicción de quienes creemos que la salida es democrática, pacífica y basada en el respeto por el otro. Aunque piense distinto. Aunque vote distinto.

Porque si algo aprendí en estos años, es que la verdadera valentía en política no es gritar más fuerte. Es hablar con firmeza, pero sin odio. Y actuar con coraje, pero sin perder la humanidad.

(*) La autora es Diputada Nacional por el Partido GEN