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batalla cultural

Lo que los etnógrafos saben hoy sobre Cristina

Milei no trajo las mejoras que muchos de sus votantes esperaban. Sin embargo, prevalece el rechazo a lo anterior.

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Cristina, la gente y los etnógrafos. | Pablo Temes

Puede postularse que son tres los problemas que Cristina Kirchner busca resolver compitiendo en la elección de autoridades locales de la provincia de Buenos Aires: el judicial, el político y el cultural. El primero es evidente y muy apremiante; el segundo es lógico, tratándose de una líder popular que ocupó los cargos más relevantes de la istración pública. El plano cultural, en el que se centrará esta columna, constituye la cuestión de fondo, menos inmediata, pero más profunda y compleja, donde se juega nada menos que la vigencia y proyección de su figura política.

Una aproximación al concepto de cultura, término polisémico como pocos, puede hacerse a partir de un registro elemental: las anotaciones en la libreta de un etnógrafo. Allí se encuentran los testimonios recogidos en entrevistas individuales o colectivas, los textos transcriptos, el establecimiento de genealogías y mapas de vínculos, los diarios de vida. Sobre esa técnica, dirá el antropólogo Clifford Geertz, puede construirse, mediante un trabajo interpretativo, lo que llama “descripción densa”. Etnografía es descripción densa afirma Geertz: practicarla “es como tratar de leer un manuscrito extranjero, borroso, plagado de elipsis, de incoherencias, de sospechosas enmiendas y de comentarios tendenciosos y además no escrito en las grafías convencionales de representación sonora”. Cuando son aclamados los bramidos emitidos por un líder que emula a un león dominante y agresivo, se impone al investigador una descripción densa. La lectura atenta de un borroso texto extranjero que requiere esclarecimiento.

Aunque convencionales, los códigos culturales de Cristina también necesitan iluminarse. La complaciente entrevista televisiva que concedió esta semana permite actualizar su visión de la política, el peronismo y la sociedad, y la explicación de los sucesos en los que estuvo involucrada. De entrada, tal vez sin advertirlo, manifiesta un rasgo típico de la edad madura: haber cumplido muchos años permite entender los problemas del país. Deja entrever con altivez: no me la vengan a contar, lo viví y sé lo que pasó. Construye el relato con un notorio sesgo, en la línea de tantos líderes que dividieron la sociedad, desde Rosas a Milei, hoy su espejo. Se basa en la oposición irreductible entre “ellos”, los malos; y “nosotros”, los buenos. Carente de autocrítica y en discrepancia absoluta con las ideologías que niegan sus principios, se asume implícitamente de izquierda, en contraste con la derecha, que es la bête noire de su discurso. Es fiel a la razón populista de Laclau: representa a la clase oprimida –en este caso el pueblo– en lucha contra sus opresores.

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Qué hicieron “ellos” y qué hicimos “nosotros” en la historia próxima es lo que hay que debatir, porque Milei no es un hecho meteorológico, sino que se fue amasando, sostiene. A partir de 2015 gobernó una derecha mafiosa y cínica que instaló un discurso antipolítico ayudada por los medios hegemónicos y una Justicia que actúa como la guardia pretoriana de un sistema injusto. La sociedad cambió con la pandemia, se deprimió y se enojó, volviéndose agresiva. Yo procuré la unidad: lo mío fue siempre apostar a que el proyecto colectivo vaya para adelante; fui garante de la unidad, porque la unidad es fundamental; ahora hay que poner el hombro para que el peronismo haga la mejor elección posible: un proyecto colectivo sin aventuras personales, como hice en 2019. Por eso y para eso seré candidata. Lo hará, debe reconocérselo, con una convicción lúcida: no hay que volver a enamorar, hay que volver a representar.

Sabe lo que perdió, aunque niegue los motivos y no asuma la culpa. La pone afuera. Prefiere hablar de derecha cruel y esotérica, de que se desconectan los hechos para que la gente no entienda. De que hay períodos de confusión y desorganización en el campo nacional y popular hasta que las cosas se ordenan. Entonces llega el momento de entrar por una ventana de la historia como lo hizo Néstor, el optimista de la voluntad, no como yo, la pesimista de la inteligencia, diría Gramsci. Expone lo que Milei oculta: hay mucho para los ricos y poco para los pobres, pero cree que al final el pueblo y la patria siempre emergen. La expresidenta reivindica la justicia social, aquella promesa incumplida del kirchnerismo tardío que el libertario estigmatizó sin mayor oposición.

Aunque conserve momentos de lucidez, y un torrente de palabras quiera disimularlo, los argumentos de Cristina no resisten el cuaderno de notas de un etnógrafo. Si hubiera ensayado una descripción densa habría advertido un movimiento subterráneo que empezó a manifestarse en la sociedad aun antes de la pandemia. Entre otros, una multitud de empleados públicos descubrió la trampa de la inflación: no me alcanza el sueldo, ahora me lo aumentarán porque hay elecciones, para hacerlo van a emitir y si emiten la inflación me comerá el aumento. Muchas mujeres de barrios populares, exitosas emprendedoras de pastelería, contaban en entrevistas que cuando quisieron poner un local y tomar un empleado el proyecto fracasó por los costos laborales y la burocracia.

Latía un impulso hacia la libertad de comercio en los sectores bajos y medios, sobre todo juveniles. En paralelo, aumentaba la bronca con los que recibían planes, mientras uno tenía que salir a trabajar a la madrugada y volver a la noche arriesgando la vida por la inseguridad. Algo se pudría y algo se gestaba ante los ojos enceguecidos del kirchnerismo, acaso embelesado por sus éxitos, acaso creído de que el pueblo es un rebaño que podía manejar a voluntad. Los “mejoristas”, un término empleado por el sociólogo Pablo Semán, expresa las nuevas subjetividades que Cristina y los suyos no percibieron, imbuidos en un debate ideológico abstracto. Son los que sintonizaron con Milei y no con ella, para desconsuelo del progresismo. Jóvenes pragmáticos, impulsados por su propio esfuerzo que terminaron dándole la espalda a un proyecto que no los incluía. Cuando sintieron que los derechos trocaban en privilegios abandonaron el barco y se fueron con Milei.

Sin embargo, después de un año y medio, el libertario no les trajo a los mejoristas los beneficios que esperaban. Más bien los estafó. El dinero no alcanza, campea la tristeza y la impotencia, el trabajo escasea, se come mal, se desprecia al pobre. No obstante, prevalece el rechazo a lo anterior. Por eso, la apuesta desesperada a Milei sigue en pie. Cristina representa un pasado al que no quieren volver.

Si eludiera la Justicia y retuviera el liderazgo en el PJ, pero la nueva cultura continuara desechándola, ella perderá en septiembre aun ganando. Es probable que su tierra prometida no le alcance para desmentir que dejó de representar los intereses populares. Los etnógrafos ya lo saben.