Desde mediados del siglo XX, el poder se ha medido en ojivas nucleares. Hoy también se mide en algoritmos, datos y silicio. La inteligencia artificial (IA) ya no es una promesa lejana: es una fuerza transformadora que está rediseñando la seguridad global.
Desde la desinformación sintética hasta las armas autónomas, desde la manipulación narrativa hasta las decisiones estratégicas automatizadas, la IA se ha convertido en un actor silencioso en el nuevo juego del poder. La pregunta ya no es si influirá en los asuntos internacionales, sino cómo, por quién y bajo qué principios.
Uno de los escenarios más críticos es la carrera por el hardware. Los chips que dan vida a los modelos más avanzados son hoy pieza central en una competencia geopolítica feroz. Taiwán, sede del principal fabricante mundial de semiconductores para estos usos, se ha convertido en un punto neurálgico de la disputa entre Estados Unidos y China, donde se entrelazan el control tecnológico, la soberanía y el poder militar.
¿Quién decide las reglas del juego?
Mientras tanto, la gobernanza global de la IA avanza lentamente. El AI Act de la Unión Europea y el Convenio Marco del Consejo de Europa marcan un camino incipiente, aunque aún no existe un régimen vinculante que coordine o limite los usos más poderosos de esta tecnología.
Ante ese vacío legal, el sector privado comienza a ocupar el espacio. Iniciativas como el Consenso de Singapur, que reúne a empresas, expertos y centros de investigación, y el Model Context Protocol, una propuesta de interoperabilidad y seguridad liderada por actores como OpenAI, Anthropicy Google DeepMind, apuntan a una forma de gobernanza suave, donde el consenso técnico antecede a la regulación formal.
Pero el dilema más profundo es ético. ¿Deben las democracias limitar el desarrollo de IA por principios y valores, mientras gobiernos autoritarios imponen su impronta hacia adentro, pero no se avienen a consensuar estándares internacionales claros y verificables? Viéndolo desde esa perspectiva, la llamada “restricción ética” puede convertirse en vulnerabilidad si no se combina con una visión anticipatoria y audaz.
La realidad ya nos ha alcanzado y la IA ya está operando en el campo de batalla, en el ciberespacio, en el control de armas. Algunos modelos detectan tropas desde el espacio; otros ayudan a identificar campañas de desinformación o violaciones de tratados. Incluso la diplomacia comienza a probar sus capacidades, desde la simulación de escenarios hasta la redacción de propuestas de paz.
En definitiva, el poder estratégico de la inteligencia artificial, que se acrecienta día a día, no reside solo en su código, sino en su capacidad de modelar el sentido.El conflicto no es solo sobre capacidades técnicas, sino sobre quién instala su versión de la realidad. La verdad también está en disputa.
Hace pocos días circuló un video falso, generado con inteligencia artificial, que contenía un supuesto mensaje de un expresidente dirigido a sus votantes. Su objetivo era alterar el voto en la elección legislativa de la Ciudad de Buenos Aires. Aunque técnicamente burdo, resultó lo bastante impactante como para motivar una denuncia judicial. La respuesta del gobierno fue preocupante: se calificó el episodio como “libertad de expresión” y se ridiculizó a quienes cuestionaron el video como “ñoños republicanos”.
Este episodio, trivial para algunos, deja ver una vez más una cuestión alarmante: cuando todo puede parecer real, lo “fake” y lo mentiroso se vuelven poderosas herramientas políticas de desinformación. Y aquí deben encenderse todas las alertas: si en las democracias, y me refiero a aquellas reales, basadas en el respeto a valores fundamentales (y no meramente formales porque se realizan elecciones), no se reacciona ante estos abusos, se terminará cediendo tarde o temprano, no solo el control tecnológico… sino el sentido mismo de lo verdadero.
La verdadera batalla ya no es solo por el poder, sino por el relato. Por eso, si no construimos un orden común basado en respeto y valores, terminaremos viviendo en la realidad paralela de quien logre imponer el suyo, por perverso que este sea.
Todavía estamos a tiempo de decidir en qué futuro queremos vivir.