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¿El fin de Occidente?

Trump, contra los augurios

El presidente del país que lideraba la globalización se volvió “peronista” y el Partido Comunista Chino es ahora el baluarte del “neoliberalismo”. La derecha ya no es neoliberal y los libertarios deberían cantar “Yankees, go home”. ¿Qué representan estas convulsiones? ¿Por qué Trump hace lo que hace?

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El elemento más visible de los desvelos del personaje en cuestión es la superioridad de la economía china y, como consecuencia, la decadencia norteamericana. En 2007, el porcentaje de productos de alta tecnología sobre las exportaciones de manufacturas de los EE.UU. era del 30%, igual al de China. Doce años después, China sube levemente al 32%, pero EE.UU. se derrumba al 18%.

En estos años, China también aventajó a su rival en el porcentaje de exportaciones de tecnología de comunicaciones. El peso de las manufacturas en la producción total de EE.UU. es del 15%. El de China, el doble. Esto en el contexto de una economía cuyo sector primario (principalmente petróleo y gas) va ganando cada vez más peso en sus exportaciones. Mientras una economía se “reprimariza”, la otra agiganta su poder industrial y tecnológico.

En 2020, China superó, por primera vez, a los EE.UU. en la cantidad de buques de guerra operativos. Los astilleros chinos tienen una capacidad de producción, medida en toneladas, 232 veces mayor que sus competidores yanquis. Hoy, China es la dueña de los mares.

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Trump está reaccionando desesperadamente, pero con una estrategia puramente defensiva e inútil. El proteccionismo y las intervenciones estatales son el arma del más débil, que busca limitar una competencia en la que pierde y compensar a los empresarios perdedores. Pero, además, es infructuoso: no cambia la ecuación y obliga a sus habitantes a pagar los costos.

Es un error creer que China logró semejante superioridad por implementar políticas keynesianas o solo por la mano de obra barata. Esto último existió en un principio, pero no lo explica todo (si no, Venezuela o El Congo deberían ser potencias industriales). La clave la ofreció el CEO de Apple cuando le preguntaron por qué el iPhone se fabricaba en China y no en EE.UU.

En primer lugar, China tiene un sistema educativo de alta calidad y orientado a las necesidades del país. Es decir, tiene una mano de obra altamente calificada. En segundo lugar, la infraestructura: en China, el Estado se dedicó a crear una red de transportes y de suministro de energía muy eficiente, además de una serie de complejos industriales que permiten abaratar costos en producciones que requieren diferentes plantas.

En síntesis, la acción del Estado chino no es dejar que el mercado dicte y, en todo caso, poner aranceles y subsidiar empresarios, sino planificar centralizadamente un desarrollo estratégico y direccionar todas las energías sociales hacia esos objetivos: educación, infraestructura e integración regional. Es la herencia del Estado socialista que fue y que, aun habiendo sido reemplazado, deja una huella indeleble: la planificación a gran escala.

El fin del liderazgo total. Todo esto explica por qué China está superando a los EE.UU., pero no a qué tipo de transformaciones nos estamos enfrentando. A eso vamos.

Fernand Braudel, un historiador muy recomendable, explicaba que la historia se podía medir en diferentes tiempos, superpuestos como capas geológicas. Una primera, de “larga duración”, que se refería a las grandes variables, las más estructurales, las relaciones sociales que constituyen una sociedad y definen su naturaleza: el esclavismo, el feudalismo, el capitalismo. Son elementos más resistentes y cuyos cambios constituían eventos únicos y originales.

Una segunda, que podríamos llamar “duración media”, que se refiere a la forma de desarrollo de ese sistema y a los liderazgos geopolíticos. Luego, una tercera duración, la “corta”: la superficie, la coyuntura política y económica, donde los cambios son frecuentes y vertiginosos.

Lo que estamos observando, desde hace tiempo, es un cambio en la tierra media. Un cambio en la hegemonía mundial capitalista y de su geografía económica y política. Es el fin del liderazgo yanqui y de eso que llamamos “Occidente”, que rigió los destinos mundiales desde, por lo menos, 1920.

Eso implica cambios en las formas del comercio mundial y en el sistema monetario. Mientras los EE.UU. dirigieron la economía mundial, impusieron dos sistemas: primero Bretton Woods (patrón dólar-oro) y luego la libre convertibilidad del dólar (1971), acentuándose en los 90, con eso que se llamó “globalización” y tuvo como eje la multilateralidad comercial.

Los EE.UU. tenían la doble capacidad de tener una moneda fuerte, que sea reserva de valor mundial, y a la vez tener las exportaciones más competitivas. Eso se acabó. Los déficits norteamericanos son inmanejables. El yuan está empezando a tomar posiciones y economías del sudeste asiático comenzaron a desacoplarse del dólar. No solo es el fin de la “globalización”, sino del capitalismo tal cual lo conocimos desde inicios del siglo XX: el american way of life.

No se trata de un simple movimiento coyuntural. Pero tampoco es un cambio en la placa de “larga duración”: seguimos en el sistema capitalista y operan las mismas leyes y la misma dinámica económica y social. Cambia la forma.

Lo cierto es que el cambio todavía no se completó. Todavía, por ejemplo, usamos el dólar. Estamos en una transición. Lo nuevo apareció, pero lo viejo todavía persiste y eso quiere decir que el proceso podría revertirse.

Normalmente, ese tipo de transiciones provoca una serie de enfrentamientos comerciales, políticos y hasta militares entre los contendientes. Los conflictos militares pueden presentarse en forma indirecta y poco decisiva (Siria, Yemen, Ucrania, Libia) o en forma directa y con mayor poder para zanjar diferencias (las guerras mundiales).

Hoy, apelar a un enfrentamiento militar directo supone, para Trump, sortear muchos obstáculos. En primer lugar, su propia clase empresarial: China y sus satélites son proveedores de insumos indispensables. La producción de tecnología está altamente sectorizada y distribuida por el globo. Un celular tiene componentes producidos en al menos cinco países diferentes. Por lo tanto, destruir empresas en China es destruir la producción mundial. Ya bastante difícil le resulta iniciar una guerra comercial.

Lo más probable es que, en esta transición que estamos iniciando, vayamos hacia barreras mutuas, una disminución del comercio mundial y una recesión con inflación. La suspensión de la multilateralidad traerá la vuelta de los acuerdos bilaterales. En lugar de una moneda universal, áreas de influencia de las monedas fuertes. Es decir, un mundo parecido al que rigió entre 1930 y 1945.

Encontramos varios intelectuales que celebran el cambio de hegemonía como si se tratara de una revolución social. Claramente, confunden los niveles. El liderazgo chino impulsa cambios políticos y culturales que van a acentuarse y la tendencia irá hacia formas políticas dictatoriales, una cultura conservadora, altamente represiva, y la supresión de sindicatos y de organizaciones contestatarias. La hegemonía yanqui nos dio masacres, intervenciones y dictaduras por el mundo, pero no parece que el mundo en manos de China sea un lugar necesariamente más amable.

En el caso de los EE.UU., para mantener su hegemonía y desplazar a China debería someter a su población a una profunda reestructuración económica, social y cultural. El grueso del empresariado, claramente, no está de acuerdo. Si Trump persiste, no ya en impulsar, sino en amagar con eso, tal vez no lo dejen terminar su mandato. Y, en un caso extremo, puede acabar como Lincoln o JFK.

*Doctor en Historia, docente de la UBA y la UNSL y miembro de Vía Socialista.