Luego del contrato de endeudamiento con el FMI, con el consentimiento del Parlamento, el programa político, económico y social del gobierno argentino logró aire financiero para continuar profundizando cambios estructurales. Para ello, entre otras cosas, este contrato consolida la subordinación del país al devenir de las políticas del gobierno norteamericano, lo que genera una aparente contradicción: mientras EE.UU. avanza con políticas económicas proteccionistas, Argentina profundiza la desprotección comercial y el libre movimiento de capitales. Esta contradicción es aparente a poco que se observen las relaciones entre ambas estrategias divergentes.
La istración Trump busca profundizar una economía “mercantilista”, semejante a la vigente en los Estados europeos colonialistas durante los siglos XVI al XVIII. El mercantilismo argumenta que la riqueza de los Estados depende de políticas proteccionistas que buscan superávits comerciales, limitando las importaciones y expandiendo las exportaciones. Esto permitiría acumular reservas en metales preciosos (extraídos de las colonias) gracias a intercambios desiguales y financiar fuerzas armadas cada vez más profesionales para la defensa y la expansión territorial de los Estados colonizadores. De hecho, en esta época fueron muy frecuentes conflictos militares entre los Estados.
Las empresas privadas “multinacionales”, como la emblemática Compañía Británica de las Indias Orientales y tantas otras en diversas regiones, eran un componente central de estas políticas. Estas empresas explotaban recursos naturales, incluyendo la minería, de las colonias en América Latina, Asia y África gracias a que se les garantizaba monopolios y protección armada e incluso mano de obra esclava. A cambio, las empresas pagaban tributos y reciclaban capitales desde las colonias a los países colonizadores.
La naciente manufactura en estos países se desarrolló gracias a los recursos extraídos de las colonias. También, porque los Estados colonizadores imponían aranceles y prohibiciones a la importación de competencia foránea, al tiempo que trababan la exportación de herramientas y bienes de capital, así como la emigración de mano de obra calificada hacia las colonias.
Aquí cabe recordar que Adam Smith, considerado el fundador de la economía moderna, escribió su obra cumbre con el objetivo de cuestionar al mercantilismo. Su investigación acerca de los determinantes de la “riqueza de las naciones” buscó demostrar que la misma no dependía de la acumulación de divisas con políticas proteccionistas, sino de mejoras en el capital productivo y la calificación laboral gracias a la promoción del libre intercambio internacional. Luego de años en que los EE.UU. aparecía como abanderado del libre comercio, la istración Trump parece inspirarse en ideas mercantilistas.
Los movimientos de fuerte suba de aranceles generalizados, más allá de sus vaivenes y “acuerdos” bilaterales, buscan revertir los déficits fiscales y comerciales vigentes bajo el orden neoliberal. En particular, los efectos considerados nocivos para EE.UU. provocados desde la isión de China en la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001.
Este escenario de libertad comercial y financiera alteró la división internacional del trabajo, promoviendo que grandes empresas norteamericanas, y de otros países centrales, reorganizaran sus cadenas de producción aprovechando mano de obra más barata y beneficios fiscales en países del exterior. Así, asentaron muchas plantas de sus cadenas productivas en Asia y también países como México. De este modo, pasaron a producir en países más pobres para vender en países más ricos, promoviendo la “emergencia” de economías atrasadas que recibieron oleadas de capital extranjero.
Pero, al mismo tiempo, estos movimientos resquebrajaron al sistema productivo norteamericano. Mientras decayeron industrias tradicionales, como las automotrices, ganaron espacio las finanzas y las empresas de la frontera tecnológica (incluyendo los servicios). Este quiebre productivo no generó mayores “derrames” de ingresos y empleos sobre la población trabajadora y empresas de menor tamaño en ese país, alimentando tensiones sociales en una población que no goza de protección social pública del nivel de los países europeos. A cambio, el empleo y los ingresos crecieron en las economías emergentes.
Paralelamente, creció una retórica favorable a las políticas de mitigación y adaptación al cambio climático en los países centrales, en tanto muchas empresas emisoras de carbono se trasladaron al exterior. Como esa producción contaminante tiene como destino principal al consumo norteamericano y de otros países ricos, los países emergentes cambiaron mayor emisión de carbono por mejoras de ingresos de su población. Pero, si se mide por el consumo, y mucho más por consumo per cápita, los EE.UU. siguen al frente de las emisiones que aceleran la crisis climática. Su temporaria retórica verde tenía que ver con un modelo que transfería la emisión a otros países.
En este contexto, la extrema derecha del partido republicano se montó sobre la ira y la frustración de gran parte de la clase trabajadora, accediendo al poder con la bandera proteccionista del mercantilismo a ultranza. Planteando la necesidad de revertir el déficit fiscal y comercial del que se culpa al resto del mundo, también potencia poderío militar y amenaza incluso la apropiación de territorios y de recursos naturales. Asimismo, deja de preocuparse por el cambio climático y desarma las regulaciones en la materia.
Los impactos de estas medidas no son claros ni siquiera para EE.UU. Si bien la política arancelaria puede impulsar el desarrollo industrial de economías atrasadas, como lo demuestran casos como Corea del Sur o Japón, pero cuando se hace selectivamente en el contexto de un programa de desarrollo articulado. Los aranceles masivos en EE.UU. pueden terminar perjudicando a muchas empresas intermedias locales que son esenciales para el entramado productivo y social del país. También, a muchas multinacionales a las que no beneficia la “guerra comercial”.
Con sus aranceles masivos y descoordinados, el gobierno de EE.UU. busca demasiados objetivos simultáneos que pueden ser incompatibles: 1) financiar un déficit público cuyo origen principal son las rebajas impositivas a los grupos más opulentos y no tanto el crecimiento del gasto público; 2) incentivar el desarrollo de industrias tradicionales asentadas en el país que se han vuelto poco competitivas; 3) obtener concesiones de otros gobiernos en múltiples frentes que van desde a recursos naturales, combate a narcotráfico, freno a la inmigración, apropiación de territorios (canal de Panamá, Groenlandia y mucho más). Demasiado para una solo política inestable.
Además de no tener claro las reacciones del resto del mundo, los resultados pueden ser negativos para EE.UU. Por ejemplo, los aranceles apuntan a la supuesta “competencia desleal” de las importaciones, pero soslayan su importancia para las exportaciones de bienes y servicios de alto valor añadido que lideran el cambio tecnológico. Esto parece más grave frente al ataque al desfinanciamiento que parece amenazar a universidades y al sistema científico y tecnológico norteamericano.
También parece equivocado el planteo que reclama supuestos beneficios obtenidos por otros países de los déficits norteamericanos y el aumento de su deuda. Este planteo invierte la relación de causa y efecto. El déficit presupuestario estadounidense, y la debilidad del ahorro nacional, es lo que requiere la afluencia de capital exterior y la emisión de deuda del tesoro norteamericano. De hecho, estos bonos se ubicaron como activos de reserva monetaria en todo el mundo y así financiaron a EE.UU. La istración Trump puede terminar aumentando la incertidumbre sobre la capacidad de pago de esa deuda y la confianza sobre el dólar que está perdiendo espacio en las transacciones internacionales. Esto no parece muy beneficioso para EE.UU., sobre todo sin un programa consistente que reemplace estas articulaciones con el mundo.
En cualquier caso, el escenario internacional es muy más confuso. Basta un ejemplo. Mientras la democracia norteamericana abraza políticas mercantilistas y colonialistas ensayadas siglos atrás y abandona la lucha por la crisis climática, la China comunista se presenta como un polo de estabilidad internacional defendiendo el multilateralismo y la lucha contra la crisis climática. Difícil predecir que saldrá de este desarreglo, pero no puede asegurarse que EE.UU. (y las democracias) salgan fortalecido.
En esta confusión, ¿qué está haciendo el gobierno argentino y sus acólitos en el poder? Primero, aumenta su deuda en dólares y profundiza la adopción de esa moneda en el ámbito local. Segundo, abre indiscriminadamente la importación y el flujo de capitales, abandonando la promoción de la producción nacional. Tercero, permite que empresas multinacionales exploten indiscriminadamente recursos naturales, envíen sus ganancias al exterior y profundicen la crisis ecológica; el llamado RIGI, también avalado por el Congreso, es el principal instrumento. Cuarto, desarma el sistema universitario, científico y tecnológico local para aumentar la dependencia con el extranjero. Quinto, apoya las aventuras bélicas y amenazantes de su mentor norteamericano, mientras le facilita al territorio nacional de variadas formas. Sexto, desarma toda política de protección ambiental para facilitar las ganancias de corto plazo de las empresas extractivas, mientras se multiplican los desastres climáticos.
EE.UU. busca, y probablemente no logre, ser un Estado fuerte, con objetivos colonialistas sostenidos por superávits comerciales y fiscales, apropiación de recursos naturales, territorios y supremacía militar. Argentina sólo pretende ser una colonia norteamericana, entregando recursos naturales, tomando deuda, adoptando la moneda norteamericana, facilitando el flujo de capitales y acompañando la expansión militar en los fueros internacionales.
Habrá que ver el resultado de estas políticas para el bienestar de las generaciones presentes y futuras de Argentina. Por ahora, lo más evidente es que muchos grupos locales, al igual que en la pasada época colonial, están conformes con esta relación colonial en tanto consolidan una minoría cada vez más opulenta que disciplina y reprime a una mayoría sumida en el desconcierto y el temor por la recesión, la pérdida de empleo y de beneficios sociales, la corrupción e ineficacia del sistema político, etc.
En fin, hasta aquí, la promocionada libertad que impulsa el gobierno argentino no “avanza” teniendo en cuenta los intereses del país en un confuso escenario internacional. Más bien retrocede siglos hacia un lugar de subordinación colonial con una potencia en decadencia. Esta estrategia puede no tener retorno por el carácter estructural de la misma y condenar al país a vivir crisis económicas, sociales e incluso ambientales.
*Economista, Investigador del Ciepp.