No escapo al entusiasmo fetichista de la mayoría de las personas lectoras: querer tener ese libro aunque no sepa cuándo lo voy a leer. Creo que, en mi caso, también hay algo de haber crecido como lectora en las bibliotecas públicas: tener por las dudas y “ser dueña” del libro, saber que se va a quedar en los estantes de mi casa, incluso que lo voy a poder prestar como si los estantes de mi casa también fueran una especie de biblioteca pública, de esas que hicieron tan felices mi infancia y mi adolescencia de lectora sin un peso.
Así que hará dos o tres años compré ¡También en la Argentina hay esclavos blancos!, de Alfredo Varela. Una edición de Omnívora, prologada por Javier Trímboli y Guillermo Korn, con una portada alucinante e ilustraciones en el interior, xilografías de Fábrica de Estampas. No sabía quién era Varela cuando compré el libro, pero ese título entre signos de iración era un grito que me llamó enseguida. Sin embargo, allí quedó mi ejemplar sin abrirlo todo este tiempo. Ahora, por algo que estoy escribiendo, le escribí a mi amigo Pablo para pedirle bibliografía de la situación de los peones rurales en nuestro país a principios del siglo XX y mientras íbamos cruzando mensajes de WhatsApp la tapa vibrante, llena de color y de expresión, me vino a la cabeza. Fui volando a mi biblioteca y ahí estaba, esperando con la paciencia que solo los libros pueden tener para esperar a sus lectores.
El libro reúne una serie de artículos que Varela escribe, siendo muy joven, a los veintipico, a raíz de un viaje que hace a los yerbales misioneros en la década del 40. Fue periodista, traductor, poeta y escribió una sola novela, que no leí, pero tiene un título que ya me encanta: El río oscuro, adaptada por Hugo del Carril y el propio autor al cine como Las aguas bajan turbias. Peliculón que recuerdo haber visto alguna siesta de mi época de estudiante cuando volvía a la casa materna, en el canal Volver. Y que, en mi educación sentimental, emparento con Los isleros (otra de aquel viejo canal de cable), de Lucas Demare. Googleando veo que una es de 1951 y la otra de 1952. Dúo al que, leyendo a Varela ahora y tal vez por estas cosas que ando pensando y escribiendo, agrego (no hay dos sin tres) la gran Juan Moreira, de mi amado Favio, estrenada el mismo año en que nací. Cómo no matchear esa escena en la que Rodolfo Bebán dice: “¡No me han pagau, carajo!”…
Los artículos de Varela narran con absoluta dureza, pero al mismo tiempo con una escritura muy amable para una lectora contemporánea, la vida de los peones de los yerbales misioneros: la miseria absoluta en la que viven con sus familias, la espesura verde donde trabajan niños y mujeres, la expectativa de vida de los mensús que apenas llega a los 35 años, si no son antes asesinados por los capangas, abandonados los cuerpos en los vericuetos de la selva, sin tumba ni justicia. Los peones eran reclutados por los llamados conchabadores y después de un día en un bar y burdel, propiedad del mismo patrón, de borrachera y orgía, firmaban un contrato que los esclavizaba para siempre a los dueños del llamado oro verde.
La prosa de Varela hace que la sangre te hierva en las venas y se actualiza, ese el poder de la buena literatura, en estos tiempos donde más de la mitad de la población no puede reconocerse trabajadora porque no tiene ningún derecho laboral y los que aún los tienen están en peligro de perderlos, y en este país cada vez más injusto y lleno de rastreros.