Cuando Andrés Serbin habla, uno no sabe si está escuchando a un académico prestigioso, a un humorista de culto o a un cronista perdido en algún rincón del Caribe. Quizás sea todo eso a la vez. Antropólogo de formación y referente en temas internacionales, Serbin decidió dar un giro: dejó los papers y abrazó la ficción con humor.
El próximo martes 10 de junio, el titular del Consejo Académico de la Coordinadora Regional de Investigaciones Económicas y Sociales (CRIES) publica Comida: diario de un antropólogo hambriento, un libro de relatos cargado de irreverencia, memoria y sensibilidad. Este nuevo libro no es solo una recopilación de aventuras, es también una declaración de principios: una forma de habitar el mundo con la mirada atenta, la empatía disponible y una risa lista para desafiar lo solemne. Y lo trágico.
En diálogo con PERFIL, Serbin cuenta que la escritura literaria llegó en un momento bisagra —tras la muerte de su esposa— y se convirtió en compañía, en vía de escape y en ejercicio de transformación. Como buen antropólogo, supo mirar su propio dolor como quien observa una cultura ajena: con respeto... y con ironía. De manera incisiva, Serbin recorre su salto de la academia a la ficción, cuenta historias que parecen inventadas pero no lo son, y reflexiona sobre los moldes que rompió —empezando por la corrección política— con la certeza de que reírse, incluso en el dolor, es también una forma de comprender la vida.

Entrevista al antropólogo Andrés Serbin
— ¿Cómo fue el salto de escritor de papers académicos a uno de literatura de ficción?
En realidad, estoy terminando un segundo libro de relatos que se llama Room Service en la jungla global, que es el mismo título de mi programa de radio. Tuvo que ver con tomarse con un poquito de humor las cosas que pasan en la vida, porque ya he escrito demasiadas cosas serias. Quise imprimir humor a mis experiencias, principalmente relacionadas con la comida, con mujeres, con viajes. Tener una mirada distinta y desarrollar, sobre esa base, una serie de relatos para transmitirlo.
— ¿Hubo algún momento bisagra que lo impulsó a escribir este relato?
Sí. El momento bisagra fue que mi esposa falleció en diciembre de 2023. Me quedé a su lado después de un largo proceso complejo y difícil. Ya me había jubilado formalmente y pensé: ¿y ahora qué? ¿Voy a seguir escribiendo papers y libros sobre relaciones internacionales? Si bien lo pude seguir haciendo, creí que era un momento para rever cosas a raíz del duelo que estaba viviendo. Para poder superar esa situación o tomarla con más ligereza me inscribí en un taller literario donde aprendí otras cosas.
Había escrito mucho, pero siempre con la mirada de fondo propia de un antropólogo, que mira a otros con cierta empatía y trata de entenderlos. Eso se revela principalmente en los viajes. Podés tener un viaje pésimo o muy enriquecedor en la medida que trates de entender qué pasa a tu alrededor y con la gente que vas conociendo. Para eso, insisto, es necesario tener un dejo de humor. El libro, de alguna manera, también es un homenaje a ella, Mireya, con quien viví 44 años. Más allá del afecto, siempre nos unió el humor, ese humor irreverente ante lo grave o lo dramático.
Básicamente, es tratar de entender que, ante las situaciones más dramáticas o críticas, siempre hay una mirada con un dejo de humor que te rescata, siempre y cuando estés en sintonía con lo que te está pasando. En esencia, intento transmitir eso a través de la escritura, pero no desde temas muy serios sino desde una etapa más irreverente y con falta de corrección política, para decir y contar. Dejé de escribir papers y ahora escribo una narrativa básicamente de ficción —relativa, porque está basada en muchos casos reales—, pero con un grado de imaginación y un estilo distinto.

— ¿Se considera un aventurero, más que un profesional? ¿Puede contar alguna aventura delirante que haya inspirado esta escritura?
Viví muchos años en Venezuela y anduve mucho por el Caribe, donde hubo abundancia de historias, algunas muy delirantes.
Pero hay una historia fuera de lo común que me pasó en Kenia. Fui con mi esposa y hubo una mezcla de brujería y magia negra sin explicación. El primer día que llegamos a Nairobi me desperté con un pijama blanco y dos manchas de sangre: una en el pantalón y otra en la sábana. Mi esposa estaba bien, por suerte. Fue un shock, pero no nos asustó. El hotel manejó la situación de forma extraña. La anfitriona me dijo: "No vayas a creer que es hechicería", y ahí dije: "Sí, es hechicería". Años después, viajando a Cuba por trabajo, consulté a una santera y me dijo que probablemente era una bienvenida de mis antepasados.
— ¿Por qué elegía esos destinos?
Porque nunca desaproveché una invitación a viajar, y tenía muchas por razones laborales. Me tocó viajar a Asia, África, América Latina, Europa, Rusia... Uno entra en dimensiones distintas y a veces no hay explicación racional. En esa historia africana, terminé convencido de que había algo de hechicería, pero el aprendiz de hechicero metió la pata y no sabía lo que hacía.
La escena fue tan bizarra como divertida. Me cambié de pijama, y el hotel se movilizó como en un safari de Hemingway: me hicieron un upgrade de habitación, todos los empleados reunieron el equipaje. Fue insólito.
— ¿Estos relatos están más atravesados por el Andrés antropólogo o el Andrés humorista?
Fundamentalmente, soy un antropólogo con sentido del humor. Es la mirada frente al otro y también frente a mí mismo en esa relación.
— Respecto a esa mirada frente al otro, dice que usó el humor como catalizador del dolor. En este caso, fue una forma de canalizar una pérdida muy profunda. Pero también siempre aparece esa mirada antropológica. ¿Es como un loop: para entender al otro tengo que entenderme a mí?
Sí, es correcto. Si no entendés cómo sos vos, tenés pocas posibilidades de entender cómo es el otro. Es un ida y vuelta: mirás al otro, el otro te devuelve la mirada y vos la procesás según cómo te ves a vos mismo. Es un ciclo virtuoso. A mí no solo me ayudó a superar una situación emocionalmente difícil, sino también a mirar el mundo de otra manera y a hacer otras cosas.
— Hablando de corrección política, se define como un "hombre blanco, adulto, mayor y anclado en el régimen heteronormativo". ¿Cómo convive esa mirada con los debates actuales sobre género, privilegios, representación?
La corrección política a veces se convierte en una camisa de fuerza. Hay una agenda —progresista, con la que me identifico—, pero eso no me hace perder el humor. Del mismo modo que me río de mí mismo, puedo reírme de esa agenda. No es una mirada despectiva ni arrogante, sino todo lo contrario. Me defino como un hombre adulto, blanco, heterosexual y heteronormativo. Y creo que tener una autopercepción clara es clave para mirar otras realidades sin sesgo.
— El humor aparece como frontera entre corrección e incorrección política...
Exacto. Un ejemplo está en uno de los cuentos. Pasé un año en una prestigiosa universidad en Estados Unidos en 1995-96, cuando empezaba la “political correctness”. Había muchas restricciones: cómo relacionarse con el otro sexo, con la comida, el alcohol, el tabaco… Yo fumo habanos y tenía que salir en pleno invierno para fumar. Fue muy enriquecedor intelectualmente, pero al final escribí un libro sobre otro tema y agradecí a quienes me habían invitado. Y agregué que lo mejor del año fue el mes que pasé en Francia dando clases en primavera. Fue una manera de relativizar cierta solemnidad académica.
— ¿Creé que la academia limitaba ese costado suyo más irreverente?
Sí, la academia es una camisa de fuerza. Tenés que ajustarte a reglas: bibliografía, estructura, argumentación… Lo hice toda mi vida, pero también aprendí a tomar distancia con humor o con una dosis de sarcasmo. La academia te ubica en una zona de confort: producís conocimiento, lo transmitís, estás en un pedestal. Pero hay que bajarse y decir: “Yo no tengo la verdad”. Sigo haciendo análisis de política internacional, pero oxigeno eso con humor. En el fondo, uno es un escéptico: todo vale… hasta cierto punto. Y más allá, lo mejor es reírse.
— Rompio moldes en pos de la autenticidad. ¿Qué piensa de la forma de comunicar de Javier Milei, que también rompe moldes, pero en otro plano?
Es rupturista, sin duda. Pero tiene un componente demasiado agresivo que dificulta el humor. Nosotros, los argentinos, tenemos muchas veces un humor ácido, agresivo, incluso descalificador del otro. Y no creo que esa sea una buena forma de ver el mundo. La política es una jungla, pero para quienes no estamos en ella, se puede mirar y acercarse a la gente desde otro lugar. A mí me ayudó mucho conocer gente distinta, reírme con ellos y compartir. El taller literario fue clave: había gente que pensaba muy diferente, pero nos reíamos. Eso fue fundamental.
"Comida: diario de un antropólogo hambriento", el nuevo libro de Andrés Serbin
— Al principio de esta charla habló de comida, mujeres, placeres. ¿Cómo influyen en su forma de entender al mundo?
Detrás de todo eso —comida, mujeres, viajes, amistades— hay una gran curiosidad, que es fundamental en el antropólogo. Por eso, aunque no soy periodista, hacer radio me puso en otra posición. Pasé de ser entrevistado a entrevistar, y eso me ayudó a entender mejor a la gente. Desde la antropología, ubicarse en el rol del otro requiere un gran esfuerzo psicológico. Y cuando sos curioso, no solo querés saber cómo piensa el otro, sino también tratar de ponerte en su lugar.
Es más fácil cuando hablás el mismo idioma o compartís patrones culturales, pero hay que hacer ese esfuerzo cuando llegás a una sociedad ajena. Nunca dejé de ser antropólogo. No como profesional rígido, sino como un antropólogo aventurero. En la contratapa del libro cuento que de chico me imaginaba como el antropólogo amigo de Tarzán. No andaba en taparrabos ni saltaba de rama en rama, pero trataba de tener una mirada objetiva —dentro de lo posible—. Uno nunca tiene una mirada totalmente equilibrada, pero hay que procesar lo que ve con sus propios instrumentos emocionales y psicológicos. Por eso el libro se titula Un antropólogo hambriento: hambriento de aventuras, de curiosidad, de nuevas comidas, de mujeres, de viajes.