Las virtudes de The last of Us, serie creada por Craig Mazin y Neil Druckmann, basada en el juego desarrollado por Naughty Dog, son varias y, además de responder al criterio y el talento de quienes le dieron forma, cuenta con un presupuesto de tanque internacional. Si se piensa en lo lograda que está la serie, a su vez, son varias las restricciones. Para empezar, está el género. Los límites son varios: el anclaje es posapocalíptico. Se trabaja con lo que queda en torno a la llegada de los zombies. Y dentro del género hay que pensar la reiteración. Así planteada, esta historia se contó muchas veces. Con lo cual la originalidad y el ingenio deben disponer de variaciones que sean respetuosas de las infranqueables fronteras de lo esperable.
Otra cuestión central es la materia de la cual se parte: el videojuego es complejo en su trama, amplio en su enciclopedia, virtuoso en su desarrollo. La serie debe funcionar como complemento, pero también tiene que proponer ampliaciones de ese mundo. El consenso existe: la serie lo está logrando. Luego de una primera temporada que superó algunas expectativas y a muchos otros exigentes fanáticos les dio exactamente lo que esperaban, la serie retomó la segunda temporada con un Pedro Pascal posicionado como superestrella, Bella Ramsey como algo más que una revelación y además amplificó la llegada del músico argentino Gustavo Santaolalla, que con unas líneas melódicas de charango es capaz de expresar tensión, calma y desasosiego.
Así las cosas, la segunda temporada de la serie tenía todo para coronarse como la serie de ciencia ficción del año. Si bien no sería descabellado plantearlo, la aparición de El Eternauta generó una sensación que recorrió el mundo: con pocos recursos también se puede perseguir la excelencia.
Con un presupuesto muchísimo más acotado, la serie dirigida por Bruno Stagnaro y protagonizada por Ricardo Darín, apela a una construcción casera y a la imaginación del espectador, todo orquestado por tecnología de punta. Si el cine de ciencia ficción apela a los horizontes que sus lectores y espectadores pueden proyectar, es cierto que la calidad de la imagen en realidad no es lo más importante. No obstante, tanto The last of Us como El Eternauta se proponen destacar en sus productos finales, entendiendo que el espectador se merece solamente lo mejor.
La comparación es posible y necesaria, aunque se irá difuminando con el correr de los capítulos, cuando los episodios de The Last of Us sigan acompañando las semanas de sus espectadores y El Eternauta sume alguna que otra maratón trasnochada. El precio está ahí: durante unos pocos días, la industria del cine nacional demostró que estaba a la altura de lo mejor (algo sabido desde siempre), pero quizás se perdió una oportunidad de construir, semana a semana, una tradición, un hito de la cotidianeidad nacional.
Lo bueno es que las segundas temporadas también son segundas oportunidades.