Sudamérica vuelve a estar en el centro de la escena. No por sus dictaduras ni por sus cumbres presidenciales, tampoco por su fútbol. Esta vez, el foco está bajo tierra, en sus salares, sus ríos y su selva. Litio, petróleo, gas, agua dulce. Recursos vitales para una transición energética que, paradójicamente, podría arrastrar a la región a un nuevo ciclo de dependencia y daño ambiental.
La promesa es conocida: el desarrollo llegará. Empleos, inversiones, tecnología, infraestructura. Pero la letra chica del contrato —esa que no se firma con tinta, sino con agua, tierra y comunidades enteras— empieza a volverse visible. Y no todos están dispuestos a pagar ese precio.
Litio, joya blanca
En el norte argentino, el litio se convirtió en sinónimo de futuro. Las provincias de Jujuy, Salta y Catamarca concentran gran parte del llamado “triángulo del litio”, una de las mayores reservas mundiales de este recurso estratégico. Pero lo que se extrae no son solo sales: también se evapora agua, se alteran paisajes milenarios y se tensan los vínculos con los pueblos originarios.
Las exportaciones de litio se dispararon en los últimos años y las proyecciones entusiasman a los gobiernos provinciales. Pero las comunidades locales, especialmente las indígenas, reclaman ser escuchadas. Denuncian falta de consulta, impactos sobre fuentes de agua, y promesas que pocas veces se cumplen.
Una lideresa kolla de la puna jujeña lo dijo sin rodeos: “No estamos en contra del litio. Estamos en contra de que lo decidan otros, sin preguntarnos nada”.
Estados Unidos itió que Argentina tiene la tercera reserva mundial de litio
En medio de este auge, los proyectos avanzan con apoyo estatal y privado. Pero crecen también las dudas: ¿quién controla los impactos? ¿Qué parte de la renta queda en el país? ¿Es sustentable una economía que se basa en extraer y exportar, sin procesar ni industrializar?
Selvas, mares y glaciares
El litio no es el único protagonista de esta historia. En la Amazonía, la deforestación no se detiene. En 2023, se perdieron más de 4 millones de hectáreas de selva en Sudamérica, muchas por actividades ilegales, minería y agronegocio. Aunque Brasil concentra el problema, los efectos se sienten en toda la región.
En la Argentina, la exploración petrolera offshore frente a las costas de Mar del Plata reavivó la polémica. Organizaciones ambientalistas alertan sobre posibles derrames, la alteración de ecosistemas marinos y la falta de una estrategia energética que priorice las renovables.
Y en la Patagonia la amenaza viene del cambio climático y de los proyectos hidroeléctricos en áreas sensibles. El retroceso de los glaciares ya no es una hipótesis: es una realidad medible.
Todo esto plantea una pregunta de fondo: ¿Es posible hablar de transición ecológica cuando la extracción intensiva sigue siendo la norma?
Deuda externa, urgencias internas
El contexto económico tampoco ayuda. Los países sudamericanos están urgidos de divisas, endeudados hasta el cuello y bajo presión del FMI o de acreedores privados. En ese marco, proyectos extractivos que prometen ingresos rápidos se vuelven irresistibles para gobiernos con poco margen.
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Pero lo urgente no siempre es lo importante. Y muchas veces, las decisiones que se toman en contextos de crisis hipotecan el futuro.
“Estamos vendiendo el porvenir para pagar el pasado”, dijo en una entrevista un economista especializado en desarrollo sustentable. Esta frase resuena con fuerza cuando se observa la velocidad con la que se aprueban licencias, se flexibilizan controles y se debilita la participación ciudadana en decisiones estratégicas.
Sudamérica aporta menos del 6% de las emisiones globales de carbono, pero tiene un rol clave en la transición energética global. Sus recursos naturales son codiciados, su biodiversidad es única y su territorio, aún preservado en muchas zonas, podría ser parte de la solución.
El problema es que esa potencialidad suele gestionarse desde una lógica extractiva, sin valor agregado y con escasa redistribución. Se exportan materias primas y se importan problemas.
Frente a esto, crecen los reclamos por una agenda ambiental propia, pensada desde el sur, con control estatal, participación de las comunidades y una mirada de largo plazo.
No se trata de oponerse al desarrollo. Al contrario: se trata de redefinirlo. Porque si el futuro depende de devastar territorios, ignorar a las poblaciones locales y repetir viejas lógicas coloniales con nuevos disfraces, entonces ese futuro no merece llamarse “verde”.
Sudamérica tiene la oportunidad —y también la responsabilidad— de hacer las cosas de otro modo. Pero para eso necesita tiempo, soberanía, y una ciudadanía que no se conforme con promesas envasadas.
El mundo necesita nuestros recursos. Pero nosotros necesitamos, al menos, que nos pregunten a qué precio estamos dispuestos a entregarlos.