La frase “comunicar es gobernar” condensa las enseñanzas de El mago del Kremlin, la novela escrita por Luciano da Empoli que –según se dice– sirve de inspiración a los principales asesores presidenciales. De acuerdo con este ideario, la política ya no sería el arte de lo posible, sino el arte de hacer creer que lo imposible es real.
El éxito de un gobierno no dependería en primera instancia de la eficacia de sus acciones concretas, sino de su capacidad de moldear la percepción colectiva mediante la difusión de relatos ficticios y la reproducción de retóricas sentimentalistas. En esta clave, la masividad y el calado de los mensajes gubernamentales dependería del uso de lenguajes simplificados que no iten matices, y de la apelación continua a emociones movilizantes como el miedo, el desprecio, la repugnancia y el odio, siendo esta última el vector de todas las demás.
Javier Milei publicó un mensaje contra un niño de 12 años con autismo y estallaron las críticas
Ya nadie duda de que las dinámicas mediáticas ganan o pierden elecciones. Comprendimos, además, que en nuestras democracias modelo siglo XXI, las campañas proselitistas son una constante que ocupa todos los tiempos y todos los lugares. Ninguna persona o grupo que tenga pretensiones de poder puede descuidar la comunicación, en ningún momento y bajo ninguna circunstancia.
Pero vale preguntar: esta importancia aparentemente superlativa de los aparatos de prensa, ¿persiste sobre la dimensión funcional del gobierno y de la realpolitik? ¿Acaso se mantiene a la hora de implementar medidas concretas que afectan los destinos colectivos, como por ejemplo definir presupuestos, establecer recortes, contraer deudas, impulsar blanqueos, reprimir protestas sociales, negociar proyectos de ley, modificar aranceles aduaneros, ampliar facultades istrativas, quitar subsidios, etc.?
¿Pueden las estrategias comunicacionales funcionar como el único sustento sobre el que se apalancan las decisiones de un gobierno y desde el que se vertebran las reformas por él impulsadas?
La comparación entre dos noticias recientes nos ayudará en la búsqueda de respuestas a estos interrogantes.
El 18 de mayo pasado, tras conocerse que el ex presidente estadounidense Joe Biden padece un cáncer de próstata avanzado, Donald Trump publicó el siguiente mensaje en X: “Melania y yo estamos entristecidos al enterarnos del reciente diagnóstico médico de Joe Biden. Hacemos llegar nuestros más cálidos y sinceros saludos a Jill y a la familia, y le deseamos a Joe una pronta y exitosa recuperación”. Nada habría de particular en esta declaración, si no fuera porque tanto los trumpistas como los anti-trumpistas esperaban algo muy distinto.
Para darse una idea sobre lo que unos y otros imaginaban que Trump podía llegar a decir en una circunstancia semejante, basta con observar sus reacciones: asombrados, extrañados, poco menos que desorientados, políticos y periodistas rightwing salieron a destacar en todos los medios que se trataba de “una declaración muy cortés”, “un deseo muy amable”, y también “una respuesta muy humana”. Incluso más de un representante genuflexo del Partido Demócrata agradeció públicamente al presidente por su “gesto humanitario”.
Cabe destacar que Trump no agregó ninguna aclaración posterior y supo mantener su compostura. Pero sólo por unas horas. A la mañana siguiente, durante una conferencia de prensa en el Salón Oval, afirmó: “Me sorprende que este diagnóstico no se hubiera hecho público mucho tiempo atrás, pues para que [un cáncer] llegue a su fase avanzada se necesita mucho tiempo”, dando a entender que Biden estaba al tanto de su condición durante la última campaña presidencial y ocultó la información para no perjudicar sus chances electorales.
Ni una palabra de alivio para quien lo antecediera en su cargo en un momento tan delicado. Ni un mensaje de contención para con su familia. Vuelta sin reparos a la despiadada y bestial normalidad. La versión humanitaria de Trump duró menos de un día.
Entonces, ¿qué representó aquel mensaje en X que contenía “solamente” un sensato deseo de pronta recuperación para una persona gravemente enferma, sin burlas, sin insultos, sin crueldad? Un remanso de sentido común, un lapsus, un glich que en última instancia no afectó el funcionamiento del aparato comunicacional trumpista.
Pero por más breve que haya sido, ese lapsussirvió para mostrar, por la negativa, cuán habitual se ha vuelto la circulación de la crueldad discursiva. Y también cuán acostumbrado a esa crueldad se encuentra el público estadounidense, ante cuya mirada un gesto de coherencia empática de parte de su principal líder político resulta inesperado y sorprendente.
Desde estos parámetros, podríamos decir que las cosas aquí en Argentina están igual, pero peor. Estamos expuestos de manera constante a una marejada discursiva de burlas, agresiones e incitación a la violencia, sin ningún tipo de lapsus, pausa o excepción. Y eso que, durante las últimas semanas, al presidente Javier Milei no le faltaron oportunidades para sorprendernos con eventuales gestos de compasión inesperada.
Las protestas y reclamos surgidos en respuesta a los recortes en el presupuesto de la salud pública, ajustes que desarticulan el funcionamiento de áreas tan sensibles como la atención a chicos con discapacidades o con enfermedades oncológicas, no alcanzaron a conmover a Milei y sus huestes. Muy por el contrario, les permitieron empujar la vara de lo posible a un nivel todavía más bajo.
Debería alarmarnos que el presidente de un país replique burlas dirigidas a un chico de 12 años con diagnóstico de autismo. Aclarar que ese chico no es un militante de ninguna fuerza política bordea la canallada involuntaria. No importaría si lo fuera. Repito palabra por palabra la misma descripción: se trata de un chico de 12 años con diagnóstico de autismo, es decir, una persona que requiere de cuidados especiales. No debe agregarse ninguna otra aclaración ni ningún otro condicional después de eso.
Pero debería alarmarnos mucho más todavía que este hecho no nos sorprenda, sino que nos resulte esperable, que la racionalidad que allí se manifiesta se nos haya vuelto inteligible, que nos hayamos acostumbrado a semejante nivel de infamia.
Es hora de retomar el interrogante planteado más arriba: ¿comunicar es gobernar? Me atrevo a una respuesta: no. Comunicar no es gobernar. No alcanza con distorsionar o manipular la percepción colectiva para lograr que se toleren hechos aberrantes. Si bien el humano es un ser simbólico, al final del día, los relatos ficticios y las retóricas sentimentales no enseñan conocimientos básicos a los infantes, no preparan para el mundo del trabajo, no curan a los enfermos, no alimentan a los que tienen hambre.
Sin embargo, el aparato comunicacional sí cumple un rol significativo para que una caterva como LLA pueda gobernar como gobierna. En sus formas y en sus contenidos, la comunicación que ellos practican trabaja sobre las sensibilidades para volverlas cada vez menos permeables, e instaura una superficie dentro de la cual se pueden generar las condiciones de aceptabilidad para la implementación efectiva de medidas inhumanas, como son los recortes en la provisión de medicamentos, subsidios por discapacidad, tratamientos oncológicos, y un largo y doloroso etcétera.
Y los medios que funcionan como caja de resonancia de estas prácticas discursivas, no sólo legitimándolas sino también replicándolas y amplificándolas, también son condición de este penoso fenómeno.
Resultará fundamental, de cara a nuestro futuro más inmediato y más urgente, reafirmar los sentidos y valores que articulan nuestra convivencia para reinstalar la demanda por una sensibilidad social básica, y para restablecer, con trazo grueso y decidido, la frontera que separa lo aceptable de la aberración.