ELOBSERVADOR
Jorge Mario

Uno como nosotros

Antes de ir al Vaticano, vivió en Flores. Antes de ser visitado por miles, tomaba el subte en soledad. Antes de ser célibe, se enamoró. Antes de ser Bergoglio, fue Jorge Mario. Antes de ser papa, antes de todo lo demás, nació argentino, como cualquiera de nosotros.

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A veces los argentinos somos tocados por la varita. En las últimas décadas, 27 mil hombres se llamaron Jorge en este país. Uno de ellos pasó su infancia en el barrio porteño de Flores. Hijo mayor de cinco hermanos, dos hombres y dos mujeres. Nieto, que se llevaba especialmente bien con su querida abuela.

Su padre fue contador y también trabajaba en ferrocarriles. Su madre, ama de casa, ayudada por su hijo Jorge.

Estudiante de un colegio de Ramos Mejía. Hincha de San Lorenzo, arquero en los partidos con amigos. También estudió en Villa Devoto y en San Miguel. Un alumno aplicado.

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Hijo de inmigrantes italianos, como tantos argentinos. Su padre se fue de Italia por el avance del fascismo. Uno más de los miles que escaparon de la Segunda Guerra.

Se enamoró en su adolescencia. De una chica con la que bailaba y jugaba, con quien se confesó por primera vez: le reveló en una carta que le quería “comprar una casita” (¿cuántos argentinos sueñan con su casita?) y acompañó su confesión con dicha casita dibujada. “Si no me caso con vos, me hago cura”, le dijo. Sus suegros no lo querían y fue lo que hizo que terminara esa relación y que cumpliera su promesa.

Se recibió del secundario como técnico químico y trabajó en un laboratorio donde realizó análisis bromatológicos para chequear la higiene de productos alimenticios. También trabajó limpiando suelos en una fábrica, e incluso en la puerta de un boliche en la noche de Buenos Aires. Fue profesor de Literatura en un secundario, y rector en un colegio de San Miguel.

Mientras estudiaba en el seminario, abría y cerraba la puerta de la entrada, y orientaba a los recién llegados. Le gustaba hacer empanadas y el tango. Vivió en comunidad con otros religiosos, sin personal que hiciera las labores necesarias. Así que, probablemente, alguna vez haya cambiado una bombilla de luz o pelado algunas papas.

Madrugador, porque el que madruga es ayudado. Fue dejado de lado, “castigado” por un jefe. Tuvo una crisis existencial. Como cualquier otro argentino.

Le ofrecieron puestos en el exterior que rechazó. Vivió en Córdoba. Fue nombrado sacerdote poco antes de cumplir los 33.

Tomaba el subte, aunque le gustaba caminar cuando era posible. Como a tantos otros argentinos.

Dicen los rumores (porque lo que sucede dentro del Cónclave debe ser secreto) que estuvo por ser elegido papa en 2005, pero pidió que no lo votaran. Avanzados sus 70 años tenía previsto jubilarse. Una jubilación un poco tardía (y que nunca llegó), como la de tantos otros argentinos. Insisto: realmente planeaba jubilarse, tanto es así que ya había reservado una habitación en un hogar para sacerdotes mayores, una especie de geriátrico religioso.

En una de las fotos se lo ve llegando al Cónclave en el que fue elegido. Muy tranquilamente, con la misma sonrisa que cuando salió al balcón para consagrarse como una celebridad frente a Roma y al mundo entero, y se proclamó como el “papa del fin del mundo”.

Aquel hombre sencillo no quería ser papa. Aunque, evidentemente, había otros planes para él. Un argentino como cualquier otro.