En la librería La Libre del barrio de San Telmo, colmada de público, Alan Pauls presentó el pasado 29 de abril Alguien que canta en la habitación de al lado (Ramdon House), junto a Juan Laxagueborde. “Cuando empezamos a leer entramos en una cadena que existe antes que nosotros”, dice Pauls, quien se nutre de sus “interlocutores” y “saqueados” para lograr una obra redonda.
—El libro tiene ensayos de extensiones diversas, algunos fechados hace poco, otros hace una década, dos o tres, ¿cómo fue la selección?
—Como siempre, todo criterio para la selección es retroactivo; aparece al final, cuando los textos ya arman juntos una especie de familia. En este caso, la familia de escritores, libros, poéticas, ideas, “valores” que me componen a mí como escritor y lector. Ensayos sobre aquello de lo que estoy hecho: mis alimentos, mis pócimas, mis interlocutores, mis sombras, mis saqueados. En otras palabras, ensayos sobre mis contemporáneos, categoría que tomo en el sentido de coexistencia no tanto en el tiempo (aunque los hay de esos también), como en las prácticas de escribir y leer. La mayoría fueron escritos para medios (Página/12, la Agenda de Buenos Aires, la sección cultura de Télam), antologías, coloquios, homenajes, en una relación de demanda institucional específica, que es el mejor estímulo, sino el único, que se me puede ocurrir para ponerme a escribir ensayos.
—Me encantaría saber a quiénes incluís entre los saqueados…
—No hay nadie en el libro a quien no le haya robado algo, sabiéndolo o sin saberlo. El título, sin ir más lejos, es (era, ahora es mío) de Virginia Woolf, que usaba la expresión para nombrar a sus contemporáneos, sobre los que le costaba tanto trabajo escribir.
—En el prólogo hacés una ligazón con otro de tus libros, “Trance”, reafirmándolo, y decís que “leer es haber sido leído”...
—Sí, jugando con la fórmula lacano-althusseriana que dice que “hablar es ser hablado” y pensando en desarmar un poco la idea –justa, pero un poco fácil– de que los que leen son topos solitarios, ensimismados, y que leer es suplir el o con el mundo, y los otros por el o con un objeto. En realidad, cuando empezamos a leer –como cuando empezamos a hablar–entramos en una cadena que existe antes que nosotros, en la que alguien, alguna vez, vio en nosotros a un “objeto” de lectura apetitoso y no dudó en satisfacer el impulso. La escena primaria de la lectura no es un lector y un libro. Es un lector, un libro y un destinatario de lectura (es decir: de amor), que si todo va bien –y no tiene por qué no ir bien– será a su vez otro lector, alguien que a su tiempo verá en alguien un objeto de lectura apetitoso y, etc., etc.
—Hablás también de tu “aversión” a la vida de los escritores...
—Tara típica de hijo del estructuralismo, para quien no había personas sino textos, lo único que merecía ser interrogado. Todavía la sufro y la defiendo, aunque los términos en que me la planteo ya no sean tan drásticos como cuando tenía veinte y festejaba la muerte del autor soplando mi espantasuegras Made in Tel Quel. La vida de un escritor no es para mí quiénes fueron sus padres, cómo fue su infancia, en qué escuela estudió, con quién se casó, sino un conjunto de tics, manías, caprichos, síntomas, enfermedades; algo que siempre está a mitad de camino entre lo que le pasó y lo que él fabrica con lo que le pasó: la ceguera de Borges y su caligrafía microscópica, por ejemplo. Y aun así me interesa menos que su biografía, la biografía como género –como comedia de enredos, siempre fracasada–, y el género biográfico menos que el glitch perverso y regocijante que signa la relación entre vida y literatura, que es el temita del que terminamos ocupándonos todos, tarde o temprano.
—Contás haber escrito, anotado en los márgenes de “Roland Barthes por Ronald Barthes”. ¿Podés citar algunas de esas anotaciones y su trastienda?
—No tengo los libros a mano, pero supongo que la lógica general de esas notas al margen va del testimonio de una fascinación al de una distancia, incluso a una distancia crítica, y de ahí, otra vez a la fascinación, con paradas más o menos sistemáticas en la imitación más descarada. Lo más verdadero siempre es lo más obsceno: escribía esas notas como Barthes, imitándole hasta la letra.
—Aunque no sos un fetichista de los libros, aparecen observaciones que podrían ser de un fetichista: te preguntás cuánto peso habrá perdido un volumen con los años, ponderás una “tapa satinada”, los vindicás frente a los dispositivos digitales…
—Un fetichista relajado, digamos: soy sensible a las marcas que llevan los libros –como también a sus erratas, gran vicio–, pero si mi edición original de Equis se perdió, soy perfectamente feliz comprándome otra, y no me desvelan las primeras ediciones, los incunables, todas esas rarezas que hacen babear a los bibliófilos. Qué felicidad, en cambio, cuando me topo con cosas atesoradas entre las páginas de un libro, sobre todo cuando es ajeno: dedicatorias, números de teléfono viejos, sin prefijo, facturas de compras, hojas secas, entradas de cine, el recorte de diario que rescata la crítica que alguien hizo del libro que tengo en las manos. No se me ocurre una forma más excitante de voyeurismo.
*Periodista, guionista y docente.