Aunque durante mucho tiempo reseñé series y películas, si alguien me pedía hablar de François Ozon, me iba a poner en un aprieto. Es un director sobre el que no puedo decir mucho sin caer en el lugar común. Un poco como me pasaría de verme obligada a hablar de su compatriota escritor, Emmanuel Carrère, igual de correcto, igual de hábil en su oficio, pero…
Al contrario, la italiana Alice Rohrwacher me conmovió con su ópera prima, Corpo Celeste (2011) y con Lázaro Felice (2018). Fan de Rosellini y Fellini, en la Quimera (2023), decidió irse para el lado del buen Federico –aunque en la película actúe la gloriosa Isabella– con resultados decepcionantes. Quemando trucos que ya usó, se mete en el mundo de los ladrones de tumbas antiguas de manera confusa y demagógica, estiliza imágenes con los modos estandarizados de moda imponiéndoles toques amarcordescos que no cuajan, y lo que cuenta va perdiendo interés.
Sin nada visualmente atractivo, Cuando cae el otoño (2024), de Ozon, provoca el efecto opuesto. Es una película que no se duerme en lo que venía funcionando para su director, ni presta atención a los parámetros de lo que hoy se suele considerar una historia eficaz. Una muerte –en off– que pudo haber sido fruto del suicidio o el crimen y un grupo de outsiders hecho de dos antiguas prostitutas que ya entraron a la tercera edad, el hijo expresidiario de una de ellas y el nieto de la otra, moviéndose entre el campo y París. El resultado sorprende porque, sin escenas memorables, diálogos obvios o imágenes lindas y vacías como en el fiasco de Rohrwacher, plantea una suerte de alternativa a la moral convencional y a las relaciones familiares.
Pasar del terreno de los buenos autores al de los intrascendentes o viceversa tiene algo de robo en el buen sentido. El genio que pifia, usurpa el campo de operaciones del facilista y este hace lo propio cuando milagrosamente acierta y se infiltra entre los mejores. Para los que no somos más que opinadores o público, los dos dispensan el sabor único que Garcilaso le adjudicaba a “la fruta del cercado ajeno”. Un salto sobre el alambrado, yerra el que nos gusta, la pega el que teníamos por mediocre, y constatamos gozosos que, en una época signada por la falta de expansiones, el arte sigue dando pasto a la aventura.