Quienes fueron tocados por la varita mágica de la fe aman la palabra “eterno”. Pero cuando se deciden los destinos de la Iglesia Católica en un Cónclave cardenalicio, pensar en la eternidad podría poner a la humanidad al borde de un ataque de nervios.
Algunos romanos lo aprendieron muy bien, sobre todo en el Estado Vaticano, epicentro mundial en estos días en que 133 cardenales acaban de elegir al sucesor del Papa Francisco, para muchos irremplazable.
En ese afán de pragmatismo al que ni siquiera la lentitud de la Santa Sede escapa, el Papa Gregorio X proclamó en el Concilio de Lyon (1274) un latinazgo: ubi periculum (“en caso de peligro”). Así nació la palabra “conclilium” para designar al cónclave papal de “príncipes cardenalicios” como el método más eficaz para elegir cada nuevo Sumo Pontífice.
Hubo que esperar todavía dos siglos más para que la bellísima Capilla Sixtina cobrara vida en 1480, por decisión del Papa Sixto IV que se fue de este mundo con el honor de haber ordenado su construcción.

El Cónclave más express
Sin embargo no fue tanto él como el Papa Julio II, su propio sobrino, quien hizo de ella el centro emblemático de la cristiandad al lograr que Miguel Angel Buonarroti la transformara en el “Andén 9¾” que transporte al verdadero backstage de lo que, por lo menos él, entendía por “eternidad”.
Curiosidades del destino, fue Julio II el Papa elegido en el Cónclave más express de la historia, en 1503: apenas demoró 10 horas ver asomar el humito blanco ascendente que anunciaba el habemus papam.
La carrera eclesiástica de Giuliano Della Rovere fue vertiginosa desde un principio y tuvo ocho obispados y el arzobispado de Aviñón antes de convertirse en el Papa 206, bajo el nombre de Julio II.
Julio II
Todos lo llamaban el “Papa guerrero”, porque de hecho defendió sus intereses mundanos como un militar más, luchando en toda Italia y allende con ballestas, arcabuces y cañones contra los amigos de su archienemigo, el Papa Alejandro VI, un Borgia.
En ese odio especular que los enlazaba, ambos cultivaban el nepotismo, la personalidad maquiavélica y la fornicación de alta alcurnia. Los dos Papas poblaron Italia con numerosos hijos ilegítimos, a la mayoría de los cuales –cuando sobrevivieron- legaron sus intrigas palaciegas y sus apellidos.
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Rico, veleidoso, sanguíneo y arrogante, dicen los historiadores más filosos que Della Rovere compró la celeridad de su nombramiento como Julio II con las simonías (dádivas eclesiásticas) que deslizó sobre 35 manos abiertas de 38 del colegio cardenalicio. ¿Cuesta creerlo? Sí, sobre todo porque él mismo decía combatirlas; pero más creíble luego del revelador estreno de Netflix, Cónclave (Edward Berger, 2024).

El Papa guerrero tuvo también sus méritos, no se dude. Creó la Guardia Suiza y fue él quien logró restaurar buena parte del patrimonio Vaticano, recuperando enormes extensiones de tierras feudales que Alejandro VI había repartido entre su propia familia, los Borgia. También fue como ellos, un magnífico Mecenas, benefactor de varios artistas, pero sobre todo de Rafael Sanzio, a quien en el reparto le tocó la representación del Bien: Las Gracias, Virtudes cardinales y teologales y la ley, además de la decoración de cuatro de las estancias del Palacio Apostólico.
En la Mesa de los pecados capitales El Bosco colocó una imagen de Cristo, con una inquietante inscripción en latín: 'Cuidado, cuidado, Dios lo ve" "
Acorralado por su feroz disciplina, los mandatos éticos y sus indecibles tormentos, para Miguel Angel fue el rincón de los Males del mundo. Buonarroti decidió que, cada vez que se convocara a la cúpula eclesiástica en la Capilla Sixtina, pariera Papas al mundo perforando su conciencia con la vívida representación del abismo que los esperaría si faltaran a su misión.
Hasta la tumba y más los perseguirían sus advertencias del Génesis y el suplicio apocalítico del Juicio Final.
Julio II y la Capilla Sixtina, I parte
Miguel Angel pintó los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina entre 1508 y 1512 en los Palacios Vaticanos de Roma.
Casi simultáneamente, entre 1505-1510, Jheronimus Bosch, pintó en Flandes su Mesa de los pecados capitales. En ese óleo sobre tabla, “El Bosco” colocó en posición central una imagen de Cristo, con una inquietante inscripción en latín: “Cuidado, cuidado, Dios lo ve".
Con el descubrimiento de América, la caída de Constantinopla y el fin de las Cruzadas, el mundo estaba cambiando con una contundencia copernicana. Francia se expandía y avanzaba el Sacro Imperio Romano Germánico mientras las coronas de España y Portugal partían veloces a colonizar con armas nuevas tierras.
La primera impresión de Occidente, la Biblia de Gutenberg, apuntalaba la obra de la empresa más exitosa del momento, la Iglesia Católica, tan triunfal que se encargaba de coronar a los reyes de Europa y repartía concesiones excepcionales, como el “Real Patronato Universal sobre las iglesias en las Indias Occidentales” que recibieron los Reyes Católicos de España, gracias al más político y estratega de todos los Papas, Julio II.
El mensaje mundial unitario y civilizador de la Iglesia ya parecía inquebrantable.
Sin embargo, Martín Lutero arruinó los planes de Roma cuando colgó en el portón de la iglesia de Wittenberg, en Alemania, un papel con sus críticas al catolicismo: un miguelito de 95 púas marca Reforma, que fue una “herida” sin perdones ni regresos.
Julio II la pesadilla de Miguel Angel
Ya lo sabemos, había abusos económicos, arbitrariedades, ambición de poder y una doble moral de 7 pecados capitales que hacía tiempo había alejado a todos, o casi todos de “la rectitud”.
Diez siglos antes, el Papa romano Gregorio Magno había sido el primero en instalar delante de los ojos de fieles y ateos el grillete de los pecados capitales. Los catalogó y los pecadores, a sabiendas, ya no tendrían el perdón de Dios.

En realidad hubo que esperar todavía seis siglos más para que Tomás de Aquino (Summa teologiae 1266-1273) pusiera orden entre los placeres mundanos, los numerara y definiera para que, en el 1500, El Bosco les devolviera algo de respeto entre las ovejas domésticas descarriadas.
Así, Lujuria, gula, avaricia, pereza, ira, envidia y soberbia se contraponían –se contraponen- a la luz de las siete virtudes capitales: castidad, templanza, generosidad, laboriosidad, paciencia, caridad y humildad.
Papas pecadores
En el Renacimiento del 1500, los Papas se sentían los herederos de los Césares, un sentimiento alimentado por la corte pontificia que los rodeaba: prelados, grandes banqueros, comerciantes ricos y los herederos de las antiguas familias patricias empobrecidas, que casaban a sus hijos con las y los burgueses adinerados, para no terminar de perderlo todo. Todo lo que ya habían hecho Alejandro VI y Julio II, por caso.
Los Papas eran también los únicos que podían ofrecer ingresos moderados al enjambre de buenos artistas pobretones que se formaban en las escuelas de arte florentinas, cuna del Renacimiento. Tenían viento a favor: el alud artístico del Quattrocento había demostrado que era posible crear un arte nuevo, bastante diferente al medieval, brisa fresca para el mensaje católico amenazado.
Miguel Angel Buonarroti, que adoraba la escultura, se hizo rico como pintor y murió siendo arquitecto, llevó el Renacimiento a conquistar su propio y breve cielo de 50 años. No fue el único, pero él llegó a la cima. Incluso fue longevo (1475-1564), en una época donde la esperanza de vida era estrecha (45 años en promedio).
Miguel Angel sobrevivió a sus rivales, Donato Bramante (1514) y Rafael Sanzio (1520), y murió días antes de cumplir los 89 años, a pesar de que el uso excesivo de martillos y cinceles le había producido una temprana artrosis degenerativa en ambas manos. Y a pesar de que cuando el Papa Sixto IV ordenó construir la Capilla Sixtina, él sólo era un nene de cinco años que, a la edad en que murió Cristo “se crucificó” del techo abovedado de la magna capila para dejar plasmado al mundo de la fe su propio mensaje.

"¡Mi pincel, encima de mí todo el tiempo, gotea pintura para que mi cara sea un buen piso para los excrementos!", escribió de puño y letra explicando el padecimiento físico de su proceso creativo, pintando 3.300 metros cuadrados de techo, semi-parado como contorsionista encorvado, con la cabeza inclinada 12 horas sobre la espalda, en un andamio a 18 metros de altura.
Y longevo sobre todo, pese a que su carácter espantoso le dejó a los 15 años -y para siempre- la nariz mocha, a causa de la trompada que le embocó Pietro Torrigiano, el compañero de la escuela de arte que le rompió la nariz, por burlarse de sus dibujos.
Miguel Angel y los pecados capitales
Al menos en el sentido moderno del término, jamás se diría que Miguel Angel era perezoso. Fue el único de los 7 pecados capitales de ayer y de siempre que adolecía. Incluso y sobre todo en su acepción teologal: “incapacidad de hacerse cargo de las obligaciones espirituales de su fe”.
El excesivo remordimiento por no obedecer a algunos de los preceptos de su credo -como se exigía- lo atormentaba.
Cuando apenas tenía 13 años, sus maestros de arte florentino, Domenico y Davide Ghirlandaio, lograron que el nuevo niño prodigio frecuentara el pletórico Jardín de San Marcos, repleto de esculturas a cielo abierto, propiedad de los Medici, la familia más poderosa e influyente de la ciudad.
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Allí conoció al menos fascineroso de todo el clan Medici, Lorenzo el Magnífico, y entre la iración del filántropo y el deslumbramiento del aprendiz surgió un vínculo potente: el mecenas florentino lo hospedó en su Palacio de la Via Longa.
En las tertulias con ropaje de atelier, el precoz Miguel Angel se encontró con varios personajes como Angelo Poliziano, Giovanni Pico della Mirandola, Marsilio Ficino, los divulgadores del (neo)platonismo durante el Renacimiento.
En esa logia filohelénica, “bello y bueno” eran sinónimos y, un cuerpo bello, el camino perfecto hacia una belleza superior. Así, la homosexualidad, la sodomía y la proximidad entre adultos y jóvenes fueron una ruta iniciática, que Miguel Angel jamás despreció, todo lo contrario. ¿Lujuriosa?
Todos las relaciones amorosas que se le conocieron fueron con mancebos bien torneados (Cechino dei Bracci, Giovanni da Pistoia, Febo di Poggio, Gherardo Perini).
Es decir, entre cinceles, óleos y juego de escondidas entre los jardines, Miguel Angel se empapó del fascinante mundo de las Ideas, a la par que crecía su desdén por el brillo falso del materialismo excesivo que dominaba esos círculos.
Una perspectiva bastante freak, si se recuerda que el Renacimiento fue un movimiento de un notable espíritu capitalista, en el que el afán de lucro era una de las más señaladas “virtudes burguesas”, lograda a costa de la laboriosidad (virtud capital) no de la clase media acomodada, desde luego, sino de la inmensa masa de artesanos, orfebres, picapedreros, ebanistas, yeseros, pintores y herreros tan tesoneros como Sísifo –o Miguel Angel, claro-, desde la cuna a la sepultura.

Como fuere, el neoplatonismo que fue moda y afán retórico para otros, ancló hondo en el corazón juvenil de Buonarroti. El renacimiento del mundo platoniano, compuesto de ideas puras y formas perfectas, transformó su visión del arte y revivió como leitmotiv en sus poemas.
Y también lo envenenó, digámoslo. A partir de entonces cada una de sus acciones y contradicciones lo ahogaron en una tensión nunca resuelta. Su vida pública era la gloria; la privada, una encrucijada.
Virtudes y pecados
Fallecido Lorenzo el Magnífico en 1492, tres años más tarde, los Médici eran expulsados de Florencia como condenados al infierno, al compás de las prédicas del fraile dominico Girolamo Savonarola que apaleaba a todos con latigazos verbales, para sacudir la podredumbre oligárquico-eclesiástica. “¡La peste se enquistó en la ciudad!”, bramaba, y purificaba a diestra y siniestra.
Miguel Angel ya tenía bastante con sus propias penas; juntó sus pinceles, gubias y formones rumbo a Venecia, Bolonia y finalmente Roma, siempre mascullando sus tormentos… ¿por qué tener que elegir entre la fe y el conocimiento, entre la pureza inmaterial y la perfección del cuerpo, entre la fe a Dios y la belleza del arte?
Si era cierto lo que sentenciaba Savonarola, organizador de la “hoguera de vanidades” para incinerar vestidos, joyas, sedas, maquillajes, espejos y lujos inútiles en la vía pública, él ya estaba condenado: amaba la belleza, pero la belleza era pecado.
El fraile condenaba los desnudos, imploraba regresar al arte sacro. Sus pares, temerosos y obedientes, pintaban en blanco y negro -o a lo sumo en colores tenues; Miguel Angel, en colores saturados. Y mientras murmuraba estas cosas, talló su rollizo, mórbido y mundanal Cupido durmiente (1496).Ante los ojos de todos y sobre todo ante sí, Miguel Angel estaba poseído por un “demonio” interior.
Con todo, no fueron exclusivos de Miguel Angel el egoismo y la curiosidad por investigar la naturaleza. Tampoco, un hallazgo del Renacimiento. Quienes insisten en el “descubrimiento del mundo y del hombre” como marca identitaria de este período son miopes.
Todo eso había comenzado bastante antes, en el quattrocento, el período que convirtió a la obra de arte en un laboratorio estético para explorar de la naturaleza y el cuerpo humano, con precisiones físicas y matemáticas.

Como hombre del Renacimiento, Miguel Angel no era incrédulo, sólo se abría a un nuevo mundo: el del saber científico y el de la sensualidad como experiencia no solamente estética.
Una anécdota de la época ilustra de maravillas este delicado equilibrio entre ciencia y religión: en su lecho de muerte, un pintor se negó a besar el crucifijo que le acercaban “porque era feo”; pidió que le trajeran uno “hermoso”.
Savonarola se quedó predicando solo y finalmente fue excomulgado. Murió entre las brasas de la Inquisición.
La pesadilla de Miguel Angel
Los renacentistas entonces no eran antirreligiosos sino anticlericales, pero sobre todo antiescolásticos en una Roma que era un campo de batalla de poderes, prestigio, vicios y dinero. No fue Savonarola quien más torturó a Miguel Angel sino el Papa Julio II, con sus pedidos, reculadas y exigencias.
Los artistas querían emanciparse, diferenciarse, dejar su marca. Los autores firmaban sus obras y Miguel Angel no sería menos. Como no le creían que a los 23 años había hecho su grupo escultórico La piedad, talló en el torso de María una banda de mármol con la leyenda: “Miguel Angel Buonarroti, florentino, lo hizo”. Un irrespetuoso. No tanto, tal vez, como cuando esculpíó a la Virgen amamantando al niño Jesús (Virgen de las Escaleras, 1491).
Soberbio, protagonizó mejor que nadie el prototipo del artista malhumorado y caprichoso. Pero su talento lo coronaba. Sus contratistas lo veneraban; sus pares, lo envidiaban. Era el artista del momento y los mecenas querían tenerlo, por una simple razón: su prestigio les daba más poder aún. Fue el primer artista de Europa que tuvo no una sino dos biografías en vida: la que le dedicó Giorgio Vasari (1550) y la escrita por su propio discípulo, Ascanio Condivi (1553).
Miguel Angel Buonarroti no tenía origen noble ni tampoco ganó un cargo o título eclesiástico, los despreciaba. Hosco, no perdía el tiempo en complacer a nadie y rechazaba la amistad de príncipes y el acercamiento de la alcurnia clerical. Aun así, lo llamaban “el Divino”. Antes que nadie, fue él mismo quien creyó en el origen divino de su talento.
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Su madre sa había fallecido cuando Miguel Angel tenía seis años y para él, el segundo de cinco hijos, Ludovico di Leonardo Buonarroti di Simoni –el padre- esperaba un futuro como gramático, profesión muy respetable en su tiempo. Los Buonarroti supieron ser una familia rica en Toscana, trescientos años antes, pero el padre trabajaba como empleado público y toda su fortuna se había reducido a una modesta cantera de mármol y una pequeña estancia en Settignano.
A Miguel Angel lo crió un picapedrero, cuya esposa lo amamantó. “Con la leche de mi nodriza mamé también las escarpas y los martillos con los cuales después he esculpido mis figuras”, escribió el creador de Moisés.
Y se salió con la suya. Tanto insistió que hasta su padre terminó sospechando que tendría algún don y le permitió estudiar artes plásticas con los mejores. Viéndolo negociar su futuro con los hermanos Ghirlandaio, el aprendiz aprendió. Don Buonarroti hizo firmar a los maestros un contrato en donde ellos aceptaban el pago de 96 liras totales por la enseñanza de tres años, pero –nunca visto antes- debían pagarle a su hijo la suma de 24 florines, “6 durante el primer año, 8 el segundo y 10 el tercero”, para compensar sus producciones.
Miguel Angel nunca perdió el vínculo con su familia. Su hermano mayor, Leonardo, eligió unirse a la vida monacal de los dominicos en Pisa y él asumió la responsabilidad de ser el jefe de la familia. istró el patrimonio familiar y lo incrementó comprando terrenos, casas, villas. También concertó bodas económicamente auspiciosas con familias acomodadas de Florencia, para sus sobrinos sca y Leonardo.
Cónclaves en la Capilla Sixtina
La Capilla Sixtina ya tenía un cuarto de siglo en pie cuando el Papa Julio II sumó a Miguel Angel al proyecto vaticano. Hacía cuatro años el toscano había arrancado suspiros con su David monumental de 5,17 metros de altura y su llegada era tan épica que pocos recordaban que la capilla, reservada al cónclave para la elección de cada Papa desde 1492, había sido construida por Giovanni Dolci en 1484, siguiendo una idea mesiánica del Papa Sixto IV: quería un adoratorio que reprodujera el Arca de Noé.
En realidad, la llegada del “Divino” fue el Diluvio que arrasó con casi toda la obra ornamental anterior, en su afán de “salvar a la humanidad” con su visión neoplatónica del Antiguo Testamento.
A pesar del aguacero, unos 12 frescos todavía diseminados en las capillas laterales, obras de diversos artistas de Toscana y Umbria, testimonian el pasado prediluviano. Entre todos ellos, Pietro, “il Perugino” se lleva todos los aplausos.
Miguel Angel y los 7 pecados capitales de un genio pecador
Pietro il Perugino era para todos los entendidos “el mejor pintor italiano del quattrocento”, el primero en haber introducido la pintura al óleo en Italia y quien mejor lograba la perspectiva, aprendida de Piero della sca, un pintor “matemático”.
Rafael Sanzio fue discípulo de il Perugino (de él aprendió el uso de la perspectiva, un don notable) y, por más que le pesara, apenas puso un pie en el nuevo lugar de trabajo, Miguel Angel confirmó que por lo menos tenía ahí a dos a quienes envidiar. O cuatro, si sumamos a Sandro Botticeli y por qué no, a su propio maestro, Ghirlandaio, ya que ambos trabajaron bajo las órdenes de Il Perugino, ascendido al cargo de director durante las obras.
Julio II había sumado a Miguel Angel a la Capilla Sixtina, en 1508, para aplacar la ira del genio.
Su vínculo laboral había comenzado dos años antes, cuando el Papa le había pedido que le hiciera un faraónico mausoleo con 40 estatuas para que fuera su sepultura. Le pagaría 10 mil ducados, una fortuna.
Engolosinado en exceso (¿gula?) el artista viajó a Carrara para elegir él mismo los mármoles, con tanta mala suerte que, cuando volvió meses después le dijeron que el proyecto se había suspendido; ni siquiera le pagaron sus gastos.
Enfurecido se marchó a Florencia y el Papa arrepentido tuvo que enviarle 5 (cinco) mensajeros para convencerlo de que regresara a Roma poniéndole a cambio, sobre la mesa de negociaciones, la bóveda de la Capilla Sixtina con el encargo de pintar a los 12 apóstoles. Eso mejoró su ánimo y volvió.
Desde luego, Miguel Angel no le hizo caso. No sólo borró del orbe la bóveda celeste estrellada, que había pintado Pier Matteo d’Amelia, para reemplazarla por un carrousel sobre la naos de 40,50 metros de longitud, 20,70 de altura y 13,20 de ancho, sino también plasmó una descomunal epopeya bíblica, desde el Génesis hasta la Natividad, con 300 figuras humanas.
Tras discusiones, enojos y reclamos, la nueva bóveda se dio por inaugurada el 31 de octubre de 1512, los presentes quedaron extasiados y el reconocimiento hizo que Miguel Angel se olvidara un tiempo de su martirio.
Biagio de Cesana, maestro de ceremonias del Vaticano recelaba de los resultados: se quejó ante el Papa, porque consideraba inaceptable que los santos estuvieran completamente desnudos. Julio II intentó mediar. “Los santos no tienen sastre”, le respondió el creador y sólo accedió a esbozar unos vaporosos velos sobre el sexo de los representados.
No contento aún, Cesana protestó por segunda vez. “Si hubiera ido al Purgatorio podría considerarse, pero del Infierno no se vuelve”, le retrucó el Papa Guerrero. Y no se quejó más.
Miguel Angel, ciego de ira, nunca olvidaría que le hicieron modificar su obra, pero se vengó en 1534, cuando regresó a Roma, convocado por el Papa Clemente VII para pintar, esculpir y construir el palacio apostólico.
Cuando puso manos a la obra en el fresco del Juicio Final, representó a Minos, el rey de los infiernos, con el rostro de Biagio De Cesana y además le agregó orejas de burro y una serpiente estrangulando su cuerpo, mientras le muerde los testículos.
El Juicio Final
Absorto en su genio belicoso, doce años más tarde de la consagración con la bóveda, hizo de la pared principal del fondo de la Capilla Sixtina un auténtico imán: allí representó su Juicio Final con tal imaginación y soberbia que sólo dejó una sensación: nadie quisiera pasar por éso.
Antes que nada, despintó con saña un fresco de il Perugino que había sobrevivido a la altura del altar y, basándose en el Apocalipsis de San Juan, puso manos a la obra desde cero.

Como figura central de este tribunal del fin de los tiempos, el genio toscano de Caprese eligió a un Cristo Juez hipermusculoso y enojado que alza la mano y ordena almas, penurias y sentencias al ritmo de trompetas celestiales. Todo el resto de las imágenes, muy coloridas, anticlásicas y amontonadas, con vacíos intermedios (¿Renacimiento?), son convergentes a Cristo. A la izquierda, los elegidos, ascienden al cielo reconfortados. A la derecha, una muchedumbre difusa, inestable y dinámica de condenados cae al piso sin perdón; todo es fatalidad.
Entre ellos, hay varios mártires, pero uno impacta: San Bartolomé. En la imaginación de Buonarroti, el hombre que murió despellejado sostiene con la mano izquierda su propia piel, pero el detalle increíble es que el rostro arrancado y ya exánime es un autorretrato del pintor, ¡Miguel Ange! Minos y Caronte esperan al verdugo, el colgajo de piel de Buonarroti y el resto informe de los pecadores, para arrastrarlos a todos hacia el infierno implacable que los espera.
Desde luego, la desnudez de todos impacta más sobre el cielo celeste del fondo. Todo el conjunto incomoda y es un shock, si por un segundo se recuerda que estamos en la iglesia en donde celebra misa la elite del clero católico mundial. Muchos sacerdotes se sintieron ultrajados y llamaron “hereje” y “homosexual” a Miguel Angel, entre otras cosas.
Ofuscados y con cola de paja, no se atrevieron a tocar un centímetro de la obra del genio de Florencia, mientras él estuvo con vida. Esperaron a que falleciera para presionar al Papa Pío IV y contratar a Daniele da Volterra, su propio secretario, para cubrir con paños las partes pudendas de las almas profanadas. Esa tarea “moralmente” reparadora, le valió a Volterra el apodo de “Braghettone”.
Los críticos contemporáneos condenaron a Miguel Angel por “inmoral”; Vitruvio dijo en cambio que el divino maestro no tenía decoro (decorum): no respetaba la tradición y por eso era indecoroso.
Julio II y Miguel Angel, pecadores eternos
El genio toscano murió en Roma, sólo acompañado por Daniele da Volterra y por su amigo y verdadero amor platónico, Tommaso Cavalieri. Se habían conocido en 1532, en la ciudad eterna, cuando él tenía 57 años y el joven noble, apenas 20, pero con físico irresistible de Adonis, una personalidad exquisita y una cultura embriagadora.

El suyo había sido amor a primera vista y a los pocos días del primer encuentro, comenzó un intercambio epistolar intenso seguido de innumerables poemas desbordantes. Aunque Cavalieri se casó y tuvo hijos, su unión fue inquebrantable durante treinta y dos años.
“Juro devolver su amor. Jamás he querido a un hombre como lo quiero a usted, ni he deseado una amistad más que la que deseo la suya”, escribió el aristócrata en la primera respuesta, aceptando el vínculo y dejando caer el pañuelo como Desdémona.
Antes de irse del mundo sensible, Miguel Angel le había dictado a su médico su última voluntad: “dejar su alma a Dios, su cuerpo a su tierra natal y sus bienes, a sus familiares más próximos”.
Lo enterraron en la Iglesia de los Santos Apóstoles, pero con tantos iradores y detractores revoloteando cerca, el sobrino camufló sus restos en una pila de ropa para lavar y los trasladó a la Basílica de Santa Cruz, donde aún descansan.
Sobre ellos tiempo después colocaron tres tristes piezas escultóricas que representan la escultura, la pintura y la arquitectura (¡la carcajada con la que se habrán sacudido los soberbios huesos somnolientes del homenajeado!).
Cuando sus deudos regresaron a su casa de la plaza Macel de' Corvi, cerca de la actual Piazza Venezia, encontraron debajo de su cama un arcón con 8 mil ducados en monedas de oro, la verdadera fortuna de un avaro. Su dueño, vestido casi siempre como un pordiosero, desconfiaba de los banqueros, tanto como San Bartolomé de los justicieros paganos.
Como San Bartolomé, Miguel Angel Buonarroti se sentía un mártir despellejado. Quién sabe por qué círculo del Dante andarán todos ellos y, menos aún, si Dios reserva una misericordia especial para los genios del arte sacro del Renacimiento.
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