Hay una coreografía invisible que se repite en todos los dispositivos, todos los días. No tiene música, pero la reconocemos al instante: fotos que se autodestruyen, audios que solo pueden escucharse una vez, mensajes que desaparecen sin aviso, capturas que se mandan con culpa. No es casualidad. Tampoco ingenuidad. Es una forma de narrar los vínculos, una sintaxis afectiva hecha de silencios, omisiones, ediciones y huecos. Un nuevo tipo de lenguaje que, al menos en mi generación, empieza a parecer más habitual que excepcional.
No hablo de desnudos. Eso sería reducir el fenómeno a un cliché trillado. Hablo de capturas de conversaciones que no deberían reenviarse, de respuestas que se elevan en el chat para luego borrarse, de la tensión que genera el “mensaje eliminado”, de las historias que construyen una identidad entera sin dejar rastro en el feed. Lo que estoy viendo es una sensibilidad que hace de lo efímero su forma principal de circulación emocional.
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Y no se trata solo de formatos. Es una lógica de funcionamiento. Muchas veces decimos que usamos estos recursos para cuidar nuestra privacidad, pero también sabemos que lo que se borra convoca. Que lo que dura pocos segundos se mira con más atención. Que lo que no puede reproducirse de nuevo genera más deseo que aquello que se puede ver mil veces. Lo efímero produce expectativa. Exige foco. Invita a observar como si el contenido se fuera a escapar.
Yo también borré mensajes. También edité después de mandar. También envié fotos y audios con tiempo límite. No siempre por discreción. A veces por efecto. Porque sabía que esa acción iba a generar más atención que cualquier frase larga. Porque entendí que un mensaje eliminado muchas veces vale más que uno bien escrito. Porque descubrí que desaparecer no es irse, sino dejar al otro enganchado.
Lo que parece una herramienta para decir menos, en realidad, muchas veces dice más. Y no por lo que muestra, sino por cómo lo hace. Por el recorte. Por la ausencia. Por ese gesto de editarse en tiempo real que vuelve a la conversación algo incierto, fragmentado, pero profundamente estimulante.
Nos estamos entrenando, al menos muchos de nosotros, en un tipo de vínculo donde la palabra que desaparece vale tanto como la que se queda. Donde el silencio puede ser un signo de poder, y el mensaje sin rastro se vuelve la unidad mínima del misterio afectivo.
Esto no pasa igual en todas las generaciones. Lo noto cuando hablo con mis padres, o con gente que no creció dentro de estas lógicas. Para ellos, lo escrito queda. Para nosotros, lo escrito es un borrador. Para ellos, el mensaje se manda. Para nosotros, se istra. Lo nuestro no es enviar: es diseñar. El texto no es la palabra, es la interfaz. Y esa interfaz cada vez se parece más a una escenografía emocional programada para autodestruirse.
Instagram es otro espejo de esta dinámica. Feeds vacíos. Cero publicaciones. Historias que duran 24 horas pero dicen mucho más que cualquier posteo fijo. Identidades digitales que viven solo en la fugacidad. Un yo que se actualiza en el presente puro, pero que no deja memoria. Y ahí también hay un modo de narrarse: sin archivo, sin prueba, sin peso.
Y si bien eso puede leerse como liviandad, también puede ser lo contrario. Porque lo que no queda obliga a estar más atentos. Lo que se va rápido exige otra clase de presencia. La volatilidad se convierte en forma de intensidad.
Paul Virilio decía que toda tecnología crea su propio accidente, pero yo creo que también inventa nuevas dramaturgias. Esta es una que opera sobre la atención. No estamos compartiendo contenido: estamos gestionando expectativa. No estamos ocultando por pudor: ocultamos para generar efecto. Para que el otro complete, se imagine, se enganche.
Y cuanto más dominamos ese arte de la insinuación, más difícil se vuelve habitar lo que permanece. Más difícil se vuelve sostener una palabra sin la posibilidad de editarla. Más raro se vuelve dejar algo dicho y listo, sin querer intervenirlo después.
No me resulta menor. Porque cuando lo estable empieza a incomodar, cuando lo que queda molesta, cuando lo visible pesa más que lo insinuado, algo se modifica en la manera en la que sentimos y pensamos nuestras relaciones. Algo se desplaza de lo estable a lo táctico. De lo íntimo a lo diseñado. De lo dicho a lo insinuado.
Y eso, aunque parezca menor, no lo es. Porque cuando todo puede desaparecer, dejar algo dicho se vuelve, también, una forma de resistencia.