Cada cierto tiempo, las escuelas son convocadas a “prepararse para el futuro”. Informes internacionales, organismos multilaterales y expertos en prospectiva educativa delinean con precisión quirúrgica los grandes desafíos que se avecinan, en base a tendencias recientes: el avance vertiginoso de la inteligencia artificial, la fragmentación social y política, la crisis de salud mental adolescente, el agotamiento ecológico, tal como lo anticipa el último informe de la OECD sobre las tendencias globales que afectan a la educación (2025).
¿Será así inexcusablemente el futuro? ¿Y la escuela qué papel juega en ello? ¿Sólo debe pensar cómo adaptarse, o puede resistir y acaso transformar la realidad?
Por ejemplo, uno de los temas mencionados en el informe es el aumento de los casos de ansiedad, depresión y conductas autolesivas entre adolescentes. Las escuelas lo viven a diario, y quienes trabajamos con docentes y directores lo escuchamos de manera permanente. Ahora bien, ¿es ésta una tendencia global que sucede independientemente de lo que se haga en la escuela? En todo caso, ¿tiene la escuela el rol de contener un emergente como éste o, más bien, de crear para los estudiantes una fuente de sentido, vínculos y proyectos acorde con una vida plena y saludable?
Una pedagogía para el sentido común
Otra tendencia destacada por el informe es la creciente polarización ideológica y la fragmentación social, potenciada por el abuso de las tecnologías digitales. Se asegura que la identidad se construye en los espacios virtuales; los refuerzos algorítmicos a nuestras creencias alimentan nuestra radicalización. En este contexto, y dado que la escuela parecería ser el último bastión de la vida compartida cara a cara, ¿estamos aprovechándola para practicar democracia?
Finalmente, también el informe habla del impacto del deterioro ambiental: si bien es cierto que las altas temperaturas, el aumento del consumo de la carne o el incremento en los niveles de plástico en el cuerpo son reales, lo que pase a futuro no solamente afectará a la escuela, sino que se ha transformado esencialmenteen un problema educativo.
Sequías, incendios, contaminación, inseguridad alimentaria, migraciones forzadas: millones de niños y jóvenes ya viven en carne propia las consecuencias de un planeta en colapso. Estos problemas no se resuelven con una unidad didáctica sobre reciclaje: es necesario una revisión profunda del currículum, de las prácticas institucionales, de la formación docente y, sobre todo, de la cosmovisión que transmitimos.
"Adolescencia": la serie que nos hace preguntar si estamos haciendo lo suficiente
¿La escuela reproduce un modelo extractivista de relación con la naturaleza o cultiva una ética del cuidado?
La presión que enfrentan las escuelas para que los niños aprendan matemática básica o a leer y escribir −o, si quiera, para que reciban la adecuada ración de comida− es muy fuerte y los recursos que reciben no son suficientes. Sin embargo, entender y hacernos cargo de la magnitud de los problemas, pero también de las posibilidades de transformación real debería obligarnos a redoblar el apoyo a docentes y equipos directivos, ya que ahí podría estar la clave para torcer aquellas tendencias supuestamente inevitables.
El futuro no está escrito. O, mejor dicho, está en disputa. Porque si aceptamos sin más lo que parece inevitable, quizás estemos no solo anticipando el porvenir, sino colaborando activamente con su llegada. De hecho, asumir que existe un destino neutral oculta nuestra pereza por reflexionar sobre los intereses, decisiones y omisiones que se ocultan al afirmarlo como inevitable.
Lo que sucede en el mundo, por supuesto, no debe ser negado. Conocerlo, analizarlo y entender sus causas constituye un valioso paso. Pero el siguiente no es la aceptación resignada. Es la acción educativa como forma de resistencia. Como gesto de imaginación. Como declaración de que no todo está dicho. Porque el futuro no se espera. Se discute. Se construye. Y, casi siempre, se inventa.