Los viernes en Malba puede verse ¡Caigan las rosas blancas!, la última y esencial película de Albertina Carri, que empieza con un enunciado famoso: “O inventamos, o erramos”, una de las más famosas frases de Simón Rodríguez, el extraordinario pedagogo que orientó la juventud de Simón Bolívar. Recordarnos ese veredicto, ya es bastante. Lo que se lee en esa frase caracteriza al cine de Albertina Carri que es, fue y será lo que ese epígrafe convoca. Pero, al mismo tiempo, nos advierte sobre lo que veremos.
Por un lado, la cita velada alude a las actuales condiciones de existencia del cine, que han sufrido una transformación importante en los últimos años, con las hegemonías de la producción audiovisual de plataformas y el uso de Inteligencias Artificiales de todo tipo.
Puesta a pensar, como corresponde al cine de verdad, ¡Caigan las rosas blancas! elige un lugar incómodo que mienta al mismo tiempo la revolución y la tradición desde un paradigma excéntrico: el de Simón Rodríguez, tácitamente impugnado por la teoría marxista, o el aceleracionismo, que sostiene que hay deseos, tecnologías y procesos que el capitalismo hace surgir y de los que se alimenta, pero que no puede contener; y que es necesario acelerar estos procesos para empujar al sistema más allá de sus límites.
El relato comienza con una escena bizarra. Una filmación (primer género: cine dentro del cine). Tres mujeres jóvenes cuelgan del techo del estudio sobre un árbol fraguado asaetado por flores moribundas y frescas. La directora de la película (acá hay un rizo barroco: quien desempeña a la directora de esa película bizarra que se hace dentro de la película dirigida por Albertina Carri) se limita a decir “Más plantas, más plantas, más plantas”, mantra que repiten diferentes integrantes del equipo para desesperación de las colgadas. Finalmente la filmación se suspende, la directora ficcional decide abandonar el rodaje y las luces del set se apagan sin que las colgadas hayan sido completamente liberadas de sus arneses.
El reclamo de “más plantas” parece tener un sentido que supera holgadamente el sentido inmediato de la secuencia dentro de la película que están filmando: más consistencia en la sensibilidad, tal vez sea lo que reclama la directora en la ficción. Las plantas, le responden, están viniendo. Como esa escena se corta, adivinamos que las plantas llegarán en las escenas subsiguientes. Y así es.
La siguiente secuencia es un paso de comedia. Vuelta a su casa, la directora espera a su amante. (Ambas, hay que decirlo, constituyen parte de la troupe milagrosa de Las hijas del fuego, primera parte de la trilogía en la que Carri está embarcada). Juntas, con una de las colgadas, deciden irse al noroeste argentino, a la selva. Deciden irse, sin que todavía lo sepan, a dar vuelta la historia natural de América Latina. La siguiente secuencia es un musical. Luego sigue una road movie.
Ahí aparece el segundo elemento rector de esta película: la pregunta por los géneros. Esa pregunta, que en la primera parte de la trilogía había investigado los géneros como forma de actuación en el mundo y como codificación del deseo ha virado ahora hacia una especificidad cinematográfica: los géneros cinematográficos como matrices narrativas. La película participará sucesivamente de varios géneros, de todos los géneros.
Ensambladas, las secuencias de ¡Caigan las rosas blancas! (cada una de las cuales supone actuaciones, percepciones e ilusiones distintas) forman un cine al mismo tiempo fragmentario y rítmico. El “más plantas” del comienzo se revela correlativo de la progresiva colorización de los paisajes, que abrazan la impresión mientras las viajeras atraviesan el mundo de los géneros cinematográficos en busca de la sensación, que les llega bajo la forma de lo fantástico, en un paisaje delirantemente tropical, donde un ser sobrenatural explica la conquista de América con acento español mientras realiza un ritual cuyas consecuencias últimas desconocemos.
Esa inmersión de las protagonistas de la película en sucesivos órdenes supone un doble rechazo. Por un lado, a un cine unidimensional consumible en un único registro y por otro lado, a la perspectiva iluminista-urbanista que encuentra en la “ciudad” su único campo de intervención y que siempre vio en la selva (es decir: en la proliferación insensata de lo vegetal) un riesgo que había que conjurar en favor del progreso.
¡Caigan las rosas blancas! levanta la bandera de que no hay humanidad que no sea en y con las plantas. A diferencia de lo que les pasa a los protagonistas varones de la emblemática novela La vorágine de José Eustasio Rivera, las protagonistas mujeres de este film philosophique se tragan la selva. No puede haber discusión más actual.