Cuarenta días es lo que duró la “guerra comercial” entre Estados Unidos y China, las dos mayores potencias económicas mundiales, que se habían castigado con aranceles de hasta 145%, un nivel imposible de tolerar para importadores y exportadores que negociaron casi 700 mil millones de dólares sólo en 2024.
¿Quién hubiera resistido más, Estados Unidos o China? Las especulaciones sobre quién “pestañeó” primero para pausar la guerra por tres meses abundan. Lo seguro es que el interés de las dos partes por mantener las ventajas de una relación económica que se hizo imprescindible durante el último cuarto de siglo pesó más que el espanto de perderla que provocó en sus mercados.
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Como explicó el internacionalista Andrés Malamud en Efecto Mariposa, la rivalidad EEUU-China difiere de aquella con la ex Unión Soviética: “La Guerra Fría era un conflicto por la hegemonía, pero entre dos potencias desacopladas. Esta es una guerra fría por la economía, donde no hay balas, pero entre dos potencias que dependen mutuamente. Lo que estamos viendo es una globalización segmentada”.
El concepto de “decoupling” (desacople) fue muy estudiado durante los últimos años, en particular por la vulnerabilidad de las cadenas globales de suministro que desnudó la pandemia del Covid-19. Las conclusiones están muy vigentes: aislarse y relocalizar la producción nacional tiene sus límites. Las dos grandes potencias se necesitan y deben seguir comerciando, desde materias primas hasta tecnología.
Como vaticinó Janet Yellen, la secretaria del Tesoro de la istración Biden: “Sabemos que una desvinculación de las dos mayores economías del mundo sería desastrosa para ambos países y desestabilizadora para el mundo”.
Mientras tanto la “trampa de Tucídides”, en la que sólo una guerra puede resolver la disputa entre una potencia establecida y otra ascendente, sigue vigente. Pero por ahora, a Washington y Beijing no los une el amor por el comercio libre, sino el espanto a las consecuencias de interrumpirlo totalmente.