Con tiempo suficiente para desperdiciar en la filosofía, cualquiera que investigue un poco acerca de cuáles son las obras filosóficas más influyentes en el siglo XX descubrirá probablemente (asombrado o impávido) un número reducido. No es tan raro, después de todo. En la historia del pensamiento filosófico, de igual manera, aquellas que más influyeron, y por milenios, se reducen, si se considera que la filosofía se inventó en el siglo VI a. C., a unas pocas. Alguien ha dicho, exagerando, que en ese extenso lapso, el cual llega hasta el presente, los filósofos solo han agregado algunos comentarios a lo escrito por Platón y Aristóteles. Otros, no menos apasionados por la síntesis, abreviaron los temas fundamentales de la filosofía a dos: el ser y el devenir. De todas maneras, algo de verdad –en algún grado– hay en eso. La duración de las influencias, en el campo filosófico, puede desenvolverse en una onda larga –larguísima en algunos casos– o en una onda corta, y a veces la una se convierte en la otra o desparece y vuelve a aparecer. En el siglo pasado se observa tal comportamiento en el ascendiente y reflujo de varios libros, y entre ellos se ubica, con su luz discontinua, Vigilar y castigar (1975).
Es cierto que incluir esta obra de Michel Foucault entre las de mayor influencia puede despertar, porque motivos no faltan, ciertas suspicacias. No obstante, sucedería lo mismo con otras en posición de reclamar, respaldadas por especialistas y epígonos, un lugar semejante, por ejemplo, el Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, El segundo sexo de Simone de Beauvoir o Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, todas publicadas en la primera mitad del siglo. En la segunda, con todo derecho, podrían postularse –sin pretensiones exhaustivas– Los orígenes del totalitarismo (1951) de Arendt, Cómo hacer cosas con palabras (1962) de Austin, El hombre unidimensional (1964) de Marcuse o La condición posmoderna (1979) de Lyotard. Pero se trata de un ejercicio inútil y trivial. La más famosa y resplandeciente de las obras filosóficas del siglo XX palidece, en influencia y diversidad de alcance, frente a Ser y tiempo (1927) de Heidegger, pese a los deficientes gustos políticos de su autor y al estilo literario que cultivó. Desde su publicación hasta hoy, de una u otra manera, ha dejado una huella profunda en la fenomenología, el existencialismo, la hermenéutica, la filosofía del lenguaje, el posmodernismo, la deconstrucción, el nuevo realismo.
Si Ser y tiempo es un ejemplo, se quiera o no, de incidencia prolongada, ya que lleva más de un siglo penetrando en las más diversas capas de la filosofía, mientras que La condición posmoderna, por el contrario, impacta durante unas décadas, Vigilar y castigar se encuentra, por ahora, a medio siglo de su publicación, en un movimiento de influjo que vacila entre ambas ondas, luego –conviene advertirlo– de un período de apogeo y eclipse. La sorpresiva muerte de Foucault, en 1984 (año en que se publica el tercer volumen de la historia de la sexualidad, La inquietud de sí), tuvo como derivación un lento debilitamiento de la recepción de su pensamiento. Con la publicación de Dichos y escritos en 1994, que compila algunos de sus textos, y de Homo sacer. Il potere soverano e la vita nuda en 1995, donde Agamben recupera el concepto foucaultiano de biopolítica, y sobre todo a partir de 1997, cuando empiezan a publicarse sus cursos impartidos en el Collège de , se produce el renacimiento de la obra de Foucault, un renovado interés por ella, la multiplicación progresiva de tesis, monografías, papers, interpretaciones y apropiaciones, comentaristas y divulgadores, desde la filosofía política a la teoría queer, incluyendo exegetas neoliberales, redes académicas y cátedras especializadas.
Surveiller et punir, o sea, Vigilar y castigar, por otra parte, tiene una doble relevancia en la bibliografía foucaultiana. Tanto inaugura lujosamente (quizá solo comparable con la opulencia filosófica de Las palabras y las cosas, publicado en 1966) el gran período de la genealogía del poder como, también, establece una de las caras del concepto de biopoder, el cual solo después de La voluntad de saber (1976) –el primer tomo de la historia de la sexualidad– y sobre todo de la publicación en 2004 del curso Seguridad, territorio, población, dictado en el Collège de en 1978, podrá aprehenderse por entero. El tránsito de Foucault desde la arqueología, clausurada con La arqueología del saber (1969), a la genealogía se anuncia en su lección inaugural en el Collège, dictada el 2 de diciembre de 1970 y publicada por Gallimard, en mayo de 1971, bajo el título El orden del discurso. En el mismo año se publica Nietzsche, la genealogía, la historia, un texto ya no programático y metodológico, como el anterior, sino estrictamente filosófico, una especie de revés de la trama de la lección inaugural sobre las formas de control de los discursos y del programa de investigación concebido por Foucault para los próximos años.
Dicho provocativamente (no demasiado), Vigilar y castigar ha sido y es, aún, la pesadilla de los liberales y del marxismo vulgar, si bien no faltan docentes universitarios, por llamarlos así, que asimilan Foucault a la tradición de los marxistas ni, tampoco, algunos de estos últimos (y neoliberales) que lo identifican como una rara avis del liberalismo. Las causas de este equívoco, que suele encubrir sencillamente deshonestidad intelectual, son muchas y variadas, confesables e inconfesables, salvo que todas giran –de cierta manera obsesiva– en torno de la concepción foucaultiana del poder, en alta medida inspirada en la Wille zur Macht de Nietzsche, quien recae en el ojo de la tormenta y de los malos entendidos. Hasta la publicación de este libro en 1975, el cual no se agota sin más en una historia genealógica de la prisión, se localiza a su autor en el estructuralismo o a lo sumo en el posestructuralismo y su estatuto epistemológico, en todo caso, es el de historiador de las ideas (la cátedra que ocupa en el Collège de se denomina Historia de los sistemas de pensamiento). Con la publicación de Vigilar y castigar, de repente, todo el trayecto arqueológico de Foucault queda en suspenso, entre paréntesis, rebasado por una analítica del poder de base nietzscheana, que ya no considera el poder en términos dialécticos, jurídico-contractuales o estructuralistas, sino según el modelo estratégico de la guerra, en donde las relaciones del poder emanan de todas partes.
El objeto de la genealogía del poder de Vigilar y castigar se configura entre los siglos XVII y XIX,y delimita una nueva era de la justicia penal y del castigo, que suprime (en tanto excesos del rey) los suplicios y el espectáculo de la crueldad. El sufrimiento, el tormento, el dolor físico ya no constituyen la pena, ejecutada en público, sino la prisión, la reclusión, el presidio, los trabajos forzados, la prohibición de residencia, la deportación. En cuanto la nueva forma de punición –el encierro– no quiere solo sancionar un delito sino corregir y reformar al recluso, el verdugo y sus ayudantes son reemplazados por vigilantes, carceleros, sacerdotes, criminólogos, psiquiatras, psicólogos, educadores. A la vez, se introducen en el régimen penitenciario algunas puniciones dirigidas al cuerpo (privación sexual, racionamiento de alimentos, aislamiento, maltratos, etc.), consideradas apropiadas. Se juzgan crímenes e infracciones jurídicas, y también instintos, pasiones, inadaptaciones, anomalías, secuelas del medio social o hereditarias. Las medidas de seguridad de la pena, como libertad bajo vigilancia o tratamiento médico obligatorio, se dirigen a controlar al malhechor, no a castigar. La sentencia, ya sea que condene o absuelva, además del juicio de culpabilidad o inocencia, implica una valoración extrajurídica de normalidad (el psiquiatra o el criminólogo como juez paralelo) y un precepto de normalización posible. Esto es, se hace algo más que juzgar el acto presunto que ha violado el orden jurídico.
Normalizar, ese “algo más”, en el análisis de Foucault, indica el funcionamiento estratégico del nuevo poder de clase que ha establecido la prisión –la “forma-encierro”– como castigo de los delitos y el cual se propone, entre sus principales objetivos en “defensa de la sociedad”, hacer del derecho a castigar y reprimir toda ilegalidad una función regular. El sistema penal consiste en un aparato destinado a istrar los ilegalismos y no, más bien, a eliminarlos. Como la prisión pretende, más que castigar, corregir la conducta con el fin de evitar que se repita el delito (o, en otros términos, restituir el sujeto jurídico del pacto social), las penas y puniciones se ajustan, moduladas por el tiempo, a las características singulares de cada delincuente. En la historia de la reforma penitenciaria, la cárcel de Walnut Street (1790-1838), en Filadelfia, es pionera de la penalidad correctiva a través del castigo como técnica de coerción sobre los individuos y procedimientos de sometimiento del cuerpo, las “disciplinas” en el léxico de Foucault, adoptadas tanto por las instituciones carcelarias modernas como por otras, en apariencia, no carcelarias. Lo novedoso del método disciplinario, en todo caso, descansa en la escala minuciosa del control que ejerce sobre las operaciones corporales, garantizando la sujeción constante de sus fuerzas y la imposición de docilidad y utilidad, al mismo tiempo.
La disciplina o “anatomía política” supone un mecanismo de poder que produce cuerpos sumisos, incrementa las fuerzas útiles de estos y disminuye esas mismas fuerzas en el sentido de obediencia. Poco a poco, tal y como lo describe Vigilar y castigar, las disciplinas actúan a nivel del detalle –una noción del ascetismo religioso– en las escuelas, en el hospital, en los cuarteles, en los talleres, en las fábricas, por medio de reglamentos meticulosos, inspecciones puntillosas, control de las menores partes del cuerpo, espacios analíticos y cerrados, distribución de los individuos según rangos, ordenamiento detallista de la actividad (empleo y utilización del tiempo, fraccionamiento y segmentación del tiempo, establecimiento de correlación entre el cuerpo y el gesto, entre el cuerpo y el objeto, etc.), series calculadas. Las disciplinas requieren vigilancia y vigilantes vigilados, una visibilidad general, jerarquizada, continua y funcional. En todo sistema disciplinario, en su corazón mismo, hay pequeñas penalidades, una micropenalidad del tiempo, de la actitud (falta de atención, descuido), de la manera de ser, del uso de la palabra, del cuerpo (gestos impertinentes, posturas incorrectas), de la sexualidad. El castigo disciplinario responde a la contravención de la norma y debe corregir, reducir las infracciones, coaccionar y obligar al cumplimiento, excluir y homogeneizar, en una palabra, normalizar.
En un sistema de disciplina, en consecuencia, el niño está más objetivado e individualizado que el adulto, el enfermo más que el sano, el loco y el delincuente más que el normal y el que no infringe la legalidad. A la inversa, cuando se necesita individualizar al adulto sano, normal y respetuoso de la ley se busca lo que hay en él de niño, de locura oculta o latente, el crimen que ha soñado cometer (en Vigilar y castigar, todas la ciencias o prácticas que se identifican por el prefijo “psi” se originan en esa inversión histórica de las técnicas de individuación). El “individuo” sería menos la partícula básica de la representación ideológica de la sociedad que un producto del poder disciplinario, cuyas instancias de vigilancia y control individual se aplican de doble modo: vía repartición binaria (normal-anormal, peligroso-inofensivo, loco-sano) y división diferencial (quién es, donde está o debe estar, cómo caracterizarlo y reconocerlo, cómo vigilarlo). Las disciplinas, hay que aclarar, no conforman un pseudoderecho –una especie de código jurídico– sino un contraderecho que crea, entre los supuestos sujetos de derecho, un vínculo no contractual de coacciones o incluso aceptadas por contrato, lo que asegura la vigilancia y el castigo. Respecto de la prisión, precisamente lo “penitenciario” designa esa dimensión disciplinaria que se agrega a lo jurídico.
El panóptico que inventó el filósofo utilitarista Jeremy Bentham, y que Foucault impulsó a la fama –un “huevo de Colón” de la política–, modela la figura arquitectónica de los dispositivos disciplinarios, el diagrama elevado a lo ideal de una tecnología de poder, una modalidad de sintetizar las relaciones de poder en una función (vigilar) y viceversa, una función por esas relaciones. Al unísono, vigilancia y observación, seguridad y saber, individualización y totalización, aislamiento y trasparencia, acumulación de individuos y aumento de poder, el panóptico –una estructura circular, reticulada de celdas, en cuyo centro se alza la torre ciega que vigila– se realiza en la prisión como su lugar preferido, con sus distintas variaciones: en semicírculo, en forma de cruz, en estrella. Por sí mismo, sin intervenir jamás, sin ruido ni violencia, compone una máquina-prisión, en la cual los individuos forman parte de los engranajes, y no solo los reclusos, porque también sirve (así lo imagina Bentham: polivalente) para curar a los enfermos, instruir a los escolares, confinar a los locos, controlar a los obreros, hacer trabajar a los ociosos. El panoptismo, de esta manera, difunde el poder disciplinario en la sociedad moderna, se amplifica tornando más fuertes y obedientes las fuerzas sociales, aumentando la producción, desarrollando la economía, propagando la educación y la salud, elevando la moral pública.
Pese al éxito de las disciplinas, y aunque nadie se imagine con qué penalidad suplantarla, desde el principio aparecen inconvenientes con la prisión como técnica correctiva y detención punitiva. Se le cuestiona que efectivamente logre corregir a los presos y que pierde el rigor del castigo al procurar la corrección, además de formarse sobre un doble error económico: el costo interno de su organización y el costo externo de la delincuencia que no incluye. Se le pide que sea “útil” y el aparato carcelario recurre, en respuesta, a la reforma de la prisión, casi paralela a su nacimiento, que acaece como la sospecha de su fracaso y su proyección utópica. El sistema carcelario comprende este elemento idealista, el suplemento disciplinario extrajurídico, una racionalidad penitenciaria y, de hecho, la prolongación y acentuación de la criminalidad –eficacia invertida– que debería erradicar. Por eso, para Vigilar y castigar, la delincuencia sería un efecto de la penalidad que permite diferenciar, especificar, ordenar, controlar, aislar, concentrar y recortar los delitos en un medio definido, opuesto y separado de las capas populares disciplinadas, con la ventaja de facilitar la vigilancia perpetua sobre todo el campo social.
Hacia el final su vida, Foucault duda si ese gran tejido carcelario que se disemina, en un tramo histórico, por la sociedad moderna a través del panoptismo disciplinario, que vuelve natural y lícito vigilar y castigar, todavía existe en su época. En 1990, Deleuze dictamina que no, que en el capitalismo avanzado habían surgido sociedades de control, ya no disciplinarias. Luego, en el siglo XXI, Byung-Chul Han sostiene que el poder disciplinario, dirigido a los cuerpos, ha sido reemplazado, bajo el neoliberalismo, por un poder psicopolítico, extraño a la negatividad de las disciplinas. De cualquier manera, Vigilar y castigar se refiere, en esencia, a un poder normativo, a instituciones normativas, a un conjunto mixto de legalidad y norma –y de ahí su insistencia medio siglo después de su publicación– que puede reproducir la ley, imitar los veredictos y las penas, replicar la vigilancia policial. Por encima de estas duplicaciones, la prisión, que es su arquetipo puro, legitima las puniciones que apuntan a la normalización y les da como un respaldo estatal. Es posible que esta vieja trama normalizadora ya no funcione con todo su vigor, y hasta quizá no le hace falta, pero de ningún modo ha desaparecido de la faz de la Tierra.