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¿Un nuevo ciclo histórico? China y Estados Unidos frente al espejo del tiempo

Mientras Washington recorta su presupuesto de cooperación internacional, abandona organismos multilaterales y renuncia a liderar la transición energética, China capitaliza ese abandono con una visión estructurada de largo plazo. Como hiciera la China imperial, EE.UU. parece hoy subestimar el poder transformador de las tecnologías emergentes y el papel geoeconómico de la infraestructura.

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Rivales. Trump y Xi Jinping, enfrentados por los aranceles. | afp

En el siglo XV, durante la dinastía Ming, China disponía de la flota más grande y avanzada del mundo. Las expediciones encabezadas por el almirante Zheng He, un eunuco musulmán de gran prestigio en la corte imperial, desplegaron una armada sin precedentes: más de 300 embarcaciones, entre ellas los imponentes “barcos del tesoro” de más de 120 metros de eslora, tripulados por hasta 30.000 hombres, incluyendo soldados, intérpretes, cartógrafos y emisarios. Entre 1405 y 1433, Zheng He lideró siete grandes viajes que alcanzaron el sudeste asiático, la India, Sri Lanka, el golfo Pérsico, la península Arábiga y la costa oriental de África, llegando a puertos tan lejanos como Malindi (actual Kenia). Se registran intercambios diplomáticos, regalos ceremoniales, e incluso animales exóticos llevados de regreso a China, como jirafas procedentes de África, que algunos cronistas vinculan con el Egipto mameluco a través de intermediarios del mar Rojo.

Diversas fuentes, incluidas tradiciones árabes y hallazgos arqueológicos, sugieren os con otras culturas marítimas del océano Índico. Aunque algunos historiadores contemporáneos debaten la veracidad de una presencia directa en el Mediterráneo, hay quienes sostienen que misiones de reconocimiento pudieron haber llegado a las cercanías del canal de Suez, lo cual explicaría ciertas similitudes cartográficas y registros sobre embarcaciones orientales observadas por comerciantes egipcios. En todo caso, la magnitud de esas misiones —cuya escala superaba ampliamente la de las carabelas europeas de la misma época— demuestra que China contaba con el conocimiento náutico, la capacidad logística y los recursos materiales para disputar el dominio de las rutas comerciales del Viejo Mundo.

Sin embargo, en un acto tan simbólico como estratégico, la élite confuciana que dominaba la burocracia imperial decidió interrumpir esa expansión marítima, alegando despilfarro y peligros ideológicos. El Estado ordenó quemar la flota, clausuró los astilleros de Nankín y cerró sus puertos al comercio internacional, girando hacia adentro bajo la premisa de que la civilización china no necesitaba del mundo exterior. Aquella decisión marcó no solo el final de una era de exploración y apertura, sino el inicio de una decadencia prolongada. Como señaló Jacques Gernet, uno de los sinólogos más respetados, a partir de 1800 —tras ocho siglos de expansión territorial, cultural y económica— China comenzó a desmoronarse internamente, justo cuando Europa encendía la chispa de las ciencias experimentales, la mecanización y la Revolución Industrial. El aislamiento, la rigidez doctrinaria y la subestimación del entorno global sellaron un destino que otros supieron aprovechar.

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El imperio chino, convencido de su supremacía, menospreció el comercio exterior y la innovación militar, lo que lo dejó vulnerable frente al avance occidental. El resultado fue su “siglo de humillación”: guerras del opio, imposiciones coloniales, pérdida de influencia. A medida que el emperador se replegaba en el aislamiento de la Ciudad Prohibida, la autoridad central comenzó a erosionarse. Emergieron entonces los llamados “Señores de la Guerra”, antiguos gobernadores militares o caudillos regionales que, aprovechando el debilitamiento del poder imperial, se arrogaban cada vez más autonomía. Controlaban ejércitos privados, cobraban impuestos y establecían relaciones comerciales directas con potencias extranjeras, actuando como verdaderos señores feudales.

Esta fragmentación del poder minó la capacidad de respuesta del Estado chino ante las amenazas externas y agudizó el desorden interno. Mientras tanto, la clase dirigente, aferrada al dominio de los clásicos confucianos, desestimaba la necesidad de adaptarse al mundo moderno. En lugar de fomentar una elite técnico-científica capaz de enfrentar los desafíos de la industrialización occidental, el sistema meritocrático del imperio premiaba el conocimiento literario por sobre la innovación. Su vasto mercado interno, lejos de ser una fortaleza, se volvió una trampa autocomplaciente que reforzaba la ilusión de autosuficiencia mientras el país se rezagaba tecnológicamente frente a Occidente y Japón.

A contramano de ese proceso, Estados Unidos, aún en formación como república, comenzaba a consolidar su ascenso. La guerra contra España en 1898 marcó un punto de inflexión: le permitió proyectar su poder hacia el Caribe y el Pacífico, consolidando posiciones estratégicas como Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. Este giro fue respaldado por una visión geoestratégica clara, encarnada en el pensamiento de Alfred Thayer Mahan, quien en su obra The Influence of Sea Power upon History (1890) sostuvo que el dominio global no dependía únicamente del poderío territorial o militar terrestre, sino del control de las rutas marítimas y de los puertos clave. Para Mahan, la historia premiaba a las naciones que poseían una poderosa Armada, una marina mercante robusta, puertos estratégicamente ubicados y capacidad industrial para sostener ambos. Su tesis influenció profundamente no solo a la élite naval y política estadounidense, sino también a las potencias europeas, particularmente al Imperio Británico, que encontró en Mahan una justificación teórica para la supremacía naval que ya ejercía desde hacía un siglo.

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Gran Bretaña, cuya hegemonía global se había sostenido precisamente sobre el dominio de los mares, acogió y difundió las ideas de Mahan a través de sus academias navales y círculos estratégicos. Japón, Alemania y Francia también las estudiaron y adaptaron a sus propias doctrinas. En Estados Unidos, estas ideas adquirieron un valor instrumental: su posición geográfica privilegiada, con costas sobre el Atlántico y el Pacífico, le ofrecía la posibilidad inédita de proyectar simultáneamente su influencia hacia Europa, África y Medio Oriente por un lado, y hacia Asia-Pacífico y Oceanía por el otro. La finalización del Canal de Panamá en 1914 reforzó esa capacidad bifrontal, permitiendo una interconexión estratégica de sus dos flotas, y consolidando a EE.UU. como una potencia marítima con alcance planetario.

Mahan veía en la historia de Inglaterra una guía para el porvenir estadounidense. Si Londres había logrado tejer un imperio gracias al dominio de los “nodos oceánicos” —como Gibraltar, Suez, el Cabo de Buena Esperanza y Singapur—, Washington debía hacer lo mismo en el hemisferio occidental y más allá. Así, la doctrina de Mahan no solo fue el sustento intelectual de la expansión naval, sino también la base ideológica del imperialismo estadounidense temprano, que vio en los océanos no barreras, sino autopistas hacia el poder global. Donde EE.UU. demostraba claramente su intención de expandirse, China parecía querer replegarse sobre sí misma. Hoy los roles parecen haberse invertido.

Desde su llegada al poder, Donald Trump impulsó una estrategia deliberada de repliegue global y de reconfiguración del rol de EE.UU. en el mundo. Cuestionó con dureza los organismos multilaterales que durante décadas habían sido parte del andamiaje del liderazgo estadounidense: desde la ONU y la OEA, hasta la Organización Mundial del Comercio, la Corte Penal Internacional y la propia OTAN, a la que acusó de ser una carga financiera injusta. En 2018 se retiró del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en 2020 del Acuerdo de París sobre el cambio climático y amenazó con retirarse de la OMC si no reformaba sus mecanismos de resolución de disputas. Canceló también su participación en el Tratado Transpacífico (TPP), debilitando el bloque económico más ambicioso para contener a China.

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Durante su segundo mandato —tras un retorno político tan controvertido como contundente— profundizó esta tendencia. Redujo la participación de EE.UU. en operaciones internacionales conjuntas, recortó el financiamiento a agencias de cooperación como USAID, cuestionó los aportes a la OTAN y llegó incluso a condicionar la asistencia a países que no compartieran los “valores estadounidenses”, interpretados bajo una lógica nacionalista. En lo económico, reintrodujo tarifas aduaneras unilaterales a México, Canadá, China y la Unión Europea, alegando “razones de seguridad nacional”. Reformuló el NAFTA como USMCA, negociando de manera bilateral y debilitando los mecanismos regionales de concertación.

Uno de los puntos más críticos fue su cambio de postura respecto del conflicto entre Ucrania y Rusia. Mientras Europa y buena parte del establishment estadounidense apostaban a sostener a Kiev como barrera de contención frente a Moscú, Trump dejó entrever su intención de congelar el apoyo militar y financiero a Ucrania, relativizó la amenaza rusa y sugirió que EE.UU. no intervendría en defensa de socios que no cumplieran con sus compromisos de gasto en defensa, lo cual provocó un profundo malestar en las cancillerías europeas y sembró dudas sobre la fiabilidad futura de Estados Unidos como aliado estratégico. El mensaje fue claro: la solidaridad internacional es contingente y, la defensa colectiva, negociable.

Estas medidas no fueron aisladas. Expresan una visión doctrinaria según la cual EE.UU. debe concentrarse en su propio desarrollo interno, en restaurar su infraestructura, repatriar industrias, proteger su balanza comercial y limitar su involucramiento en conflictos ajenos. Como los emperadores chinos de la dinastía Ming, Trump confía en que la autosuficiencia económica y energética, sumada a la percepción de superioridad moral y material de su nación, le permitirán a EE.UU. sostener su primacía sin necesidad de alianzas ni compromisos externos.

Así, el lema “America First” devino en un neoaislacionismo pragmático, que rompe con la lógica de cooperación multilateral que rigió desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Trump no pretende construir un nuevo orden internacional, sino más bien desentenderse del existente, dejando a sus antiguos aliados librados a sus propios medios, como quedó evidenciado con sus declaraciones sobre Ucrania, la OTAN y los conflictos en Medio Oriente. El repliegue, más que un retiro táctico, parece una apuesta estratégica por una hegemonía solitaria y de corto alcance.

Mientras tanto, China parece haber aprendido del error histórico. No solo abrió su economía: se convirtió en el principal socio comercial de más de 130 países, lidera proyectos de infraestructura global como la Iniciativa de la Franja y la Ruta, invierte en ciencia, tecnología e I+D y despliega una diplomacia activa en foros internacionales. Como plantea Parag Khanna, estamos en la era de la “conectografía”, donde lo que importa no es tanto la geografía como las infraestructuras y las cadenas de suministro. Y China juega ese tablero con ambición y precisión.

En este marco, una de sus estrategias más relevantes para asegurar su proyección marítima es sortear el “Collar de Perlas” —el cerco de bases, alianzas y puntos de control marítimo conformado por Estados Unidos y sus aliados (Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas y Vietnam)— que limita su directo al Pacífico. Para ello, Beijing ha desarrollado una ruta terrestre y portuaria alternativa hacia el Océano Índico a través del llamado Corredor Económico China-Pakistán (EC, por sus siglas en inglés). Este megaproyecto, valorado en más de 60 mil millones de dólares, incluye la construcción y modernización de autopistas, vías férreas, zonas francas, gasoductos, oleoductos y redes eléctricas que conectan la región china de Xinjiang con el puerto de Gwadar, en el sudoeste de Pakistán.

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Este puerto, estratégicamente ubicado en el mar Arábigo, permite a China acceder de forma directa y segura al Índico, evitando los cuellos de botella geopolíticos del estrecho de Malaca y el cerco marítimo del Pacífico occidental. Además, ofrece una salida rápida para las exportaciones del oeste chino y un confiable para la importación de hidrocarburos desde Oriente Medio y África. La instalación de bases logísticas en el entorno, junto con inversiones paralelas en tecnologías duales y control de puertos en Yibuti, Sri Lanka y Myanmar, complementan esta estrategia marítima y consolidan una arquitectura de salida al mundo que elude los puntos de presión estadounidenses.

Así, China no solo compensa su desventaja geográfica, sino que redefine la lógica tradicional del poder naval: donde no puede dominar directamente las aguas disputadas, construye rutas alternativas que garanticen resiliencia estratégica y continuidad económica. La conectividad deja de ser un medio y se convierte en un objetivo geopolítico en sí mismo.

En el plano militar, su crecimiento también es sostenido. En particular, la Armada del Ejército Popular de Liberación (PLAN) se ha convertido, según el Military Balance 2024 del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS), en la más numerosa del mundo por cantidad de buques: supera las 370 unidades de combate, incluyendo destructores, fragatas, submarinos, buques anfibios y tres portaaviones operativos. Esta expansión no es solo cuantitativa: va acompañada de un proceso acelerado de modernización tecnológica, con astilleros de alta capacidad, sistemas A2/AD avanzados y creciente interoperabilidad entre sus fuerzas. La proyección naval china se extiende desde el mar de China Meridional hasta el Océano Índico, con bases navales o facilidades logísticas en Yibuti, Gwadar, Sri Lanka y Camboya, en lo que varios analistas de la Swedish Defence University (SEDU) consideran una estrategia de “ sostenido” para escenarios regionales prolongados.

En cuanto a portaaviones, China cuenta actualmente con tres unidades: el Liaoning (CV-16), de origen soviético modernizado; el Shandong (CV-17), construido localmente; y el Fujian (CV-18), botado en 2022 y aún en fase de alistamiento operativo. A diferencia de los dos primeros, que operan con rampas tipo “ski-jump” y propulsión convencional, el Fujian incorpora catapultas electromagnéticas (EMALS) similares a las del USS Gerald R. Ford, lo que representa un salto cualitativo en capacidad de lanzamiento, carga útil y proyección de poder aéreo. Según estimaciones de Jane’s y el IISS, China planea construir al menos dos portaaviones adicionales hacia 2030, uno de ellos posiblemente de propulsión nuclear. Sin embargo, incluso con estos avances, su flota está lejos de igualar a la de Estados Unidos, que mantiene 11 portaaviones nucleares operativos, con capacidad de operar en todos los océanos simultáneamente, con mayor autonomía, velocidad y poder aéreo embarcado (hasta 90 aeronaves por unidad en el caso de la clase Nimitz y Ford).

Además del componente naval, China ha destinado crecientes recursos al fortalecimiento de su Fuerza de Cohetes del Ejército Popular de Liberación (PLARF), es decir, su fuerza estratégica de misiles, que según el informe 2023 de Jane’s Defence dispone de más de 550 misiles balísticos intercontinentales (ICBM), de alcance medio y corto, incluyendo los DF-21D (“asesinos de portaaviones”) y los DF-41 con capacidad nuclear y alcance superior a los 12.000 km. También ha avanzado en el despliegue de misiles hipersónicos, como el DF-ZF, que puede alcanzar velocidades de Mach 10 con maniobrabilidad atmosférica, desafiando los sistemas de defensa existentes.

En términos de disuasión submarina, la flota china incluye al menos 6 submarinos nucleares de ataque (SSN) clase Shang y 6 submarinos nucleares balísticos (SSBN) clase Jin, según la OTAN (2024), aunque aún por debajo del estándar tecnológico y operativo de los SSBN estadounidenses clase Ohio, que superan los 20 en servicio activo.

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El Ministerio de Defensa Nacional de China reconoció en 2023 un aumento sostenido del gasto en Defensa, alcanzando los 230.000 millones de dólares, lo que representa cerca del 1,6% de su PBI, aún lejos de los 877.000 millones de EE.UU. (3,5% del PBI). No obstante, este presupuesto crece en términos reales por encima del 6% anual, con énfasis en inteligencia artificial aplicada, guerra electrónica, ciberdefensa y sistemas de mando y control autónomos.

En el plano geopolítico, Beijing ha comenzado a forjar acuerdos estratégicos defensivos, como el pacto firmado con Rusia en 2024, que incluye ejercicios conjuntos en el Ártico, el mar de Japón y Asia Central, e intercambio de inteligencia satelital y cibernética. Esta alianza informal, todavía lejos de una coalición militar institucionalizada, busca reforzar un contrapeso al poder estadounidense en Eurasia y el Pacífico Occidental.

No obstante, China aún no está en condiciones de sostener un conflicto más allá del nivel regional. Su proyección logística intercontinental es limitada, su doctrina de empleo conjunto está en evolución, y carece de la experiencia bélica acumulada por EE.UU. desde la Segunda Guerra Mundial. La superioridad global estadounidense —reflejada en su red de más de 800 bases militares, su liderazgo aeroespacial y su capacidad de despliegue simultáneo en múltiples teatros— sigue siendo abrumadora.

Aun así, el desafío estratégico que plantea el ascenso chino es real y creciente. Aunque limitado hoy a su zona de influencia inmediata, el salto cualitativo en capacidades podría, en una o dos décadas, modificar el equilibrio estratégico mundial. Es difícil no ver allí una reedición, corregida y aumentada, de lo que alguna vez fue la flota de Zheng He.

Como señala irónicamente John Rapley, Trump pareciera empeñado en lograr que China vuelva a ser grande. La política exterior estadounidense, centrada en el repliegue estratégico y las guerras comerciales múltiples, ha dejado vacíos que Beijing ocupa con velocidad y método. Mientras Washington recorta su presupuesto de cooperación internacional, abandona organismos multilaterales y renuncia a liderar la transición energética, China capitaliza ese abandono con una visión estructurada de largo plazo. Como hiciera la China imperial, EE.UU. parece hoy subestimar el poder transformador de las tecnologías emergentes y el papel geoeconómico de la infraestructura.

Mientras tanto, Beijing impulsa su liderazgo en sectores clave del siglo XXI: domina más del 70% de la capacidad mundial de refinado de tierras raras, materiales críticos para la producción de semiconductores, turbinas eólicas, baterías, vehículos eléctricos y sistemas de armas avanzadas. Según datos del US Geological Survey (2023), Estados Unidos importa más del 80% de sus tierras raras procesadas desde China, lo que expone una vulnerabilidad estructural en caso de conflicto o sanciones cruzadas. En este aspecto, China no solo posee los recursos, sino la infraestructura industrial para su procesamiento, un eslabón de la cadena que Occidente ha descuidado durante décadas.

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En el campo de la inteligencia artificial, China ha superado a sus competidores en algunas métricas críticas. Su sistema DeepSeek, desarrollado por instituciones estatales y empresas tecnológicas, se presenta como un modelo entrenado con más datos en chino y con integración directa en aplicaciones públicas, educativas y militares. Si bien ChatGPT lidera en versatilidad en Occidente, DeepSeek cuenta con la ventaja de operar bajo control estatal centralizado, lo que acelera su adopción masiva y permite un entrenamiento más dirigido a las necesidades geopolíticas de Beijing. Según el informe 2024 del IISS, la IA china avanza rápidamente en campos como vigilancia predictiva, traducción automática en tiempo real y comando y control en redes de combate integradas.

En energías renovables, China produce más del 80% de los es solares del mundo, lidera la fabricación de baterías de litio (CATL y BYD) y controla más del 60% de la cadena de producción de vehículos eléctricos. En el mundo en desarrollo, su modelo de financiamiento combinado con obra llave en mano ha permitido la rápida expansión de plantas solares y eólicas, sobre todo en África, Asia y América Latina, donde empresas chinas construyen y operan infraestructuras bajo esquemas de leasing o concesión. A diferencia de Occidente, que suele imponer estándares ambientales o financieros restrictivos, China ofrece soluciones pragmáticas con impacto inmediato, lo que refuerza su “poder blando de infraestructura”.

Así, en áreas críticas como la transición energética, los minerales estratégicos, la inteligencia artificial aplicada y la industrialización verde, China no solo compite: ya lidera o condiciona los márgenes de acción de sus rivales. Y en ese contexto, el retiro norteamericano del terreno económico y normativo no es solo un error táctico, sino posiblemente una cesión estructural de hegemonía.

¿Está Estados Unidos repitiendo el mismo error histórico de China?

¿Está su confianza en su modelo de liderazgo tradicional limitando su capacidad de adaptación al nuevo orden multipolar?

¿Es China quien, en esta nueva fase de la historia, ha comprendido que el poder se sostiene en la conectividad, la innovación y la capacidad de establecer vínculos duraderos?

La historia no se repite, pero sí rima. Y si algo enseña el pasado es que ninguna potencia permanece en la cima por inercia. Como demuestra el caso chino, el exceso de confianza puede ser el primer paso hacia el declive. En el siglo XXI, el liderazgo no se define solo por la fuerza, sino por la inteligencia estratégica para comprender que la apertura no es una amenaza, sino una oportunidad. China lo entendió. ¿Lo entenderá Estados Unidos?

Y en ese marco, cabe una advertencia para países como la Argentina. Juan Gabriel Tokatlian reflexiona sobre el retorno de una lógica de “Estados vasallos”: naciones que, sin evaluación crítica ni estrategia propia, se alinean incondicionalmente con una potencia, renunciando a márgenes de autonomía decisoria. La subordinación refleja no solo una carencia de poder duro, sino sobre todo una falta de pensamiento estratégico. Si EE.UU. hoy incurre en errores que llevaron a China al abismo hace dos siglos, ¿tiene sentido imitarlos sin reservas? ¿No deberíamos, por el contrario, construir una política exterior basada en el interés nacional y no en la obediencia mecánica?

Lamentablemente, el concepto de interés nacional, eje rector de cualquier política exterior seria, ha sido en la Argentina manoseado hasta el descrédito. Repetido hasta el hartazgo por actores que lo usaron para justificar privilegios, prebendas o giros oportunistas, terminó percibiéndose como una excusa del poder en lugar de una brújula del Estado. Sin embargo, ningún país puede aspirar a desarrollarse si no recupera su significado profundo: la capacidad de identificar objetivos estratégicos propios, jerarquizarlos por encima de los ciclos políticos y sostenerlos con continuidad institucional. El interés nacional no es patrimonio de un gobierno, ni un slogan electoral: es una construcción colectiva de largo plazo que debe basarse en el conocimiento, la realidad material del país y su inserción internacional posible. Sin esa columna vertebral, la política exterior se vuelve reflejo, obediencia, o peor aún, vacío.

Teniente General (R) Juan Martín Paleo – Ex Jefe del Estado Mayor Conjunto de las FFAA