Enseñanzas libertarias

El que sufre algo habrá hecho 1h6e1

La crueldad no es un exceso del Gobierno, sino su método. El desprecio por los débiles, la burla y el castigo como pedagogía. 3o2m27

Dolor cotidiano. A pesar del crecimiento de gente en situación de calle, el Gobierno resolvió mirar para otro lado. Foto: NA

A esta altura del experimento libertario, queda claro que no estamos solo ante un proyecto de ajuste, sino ante una estrategia de dominación. La crueldad que brota a diario de la boca del presidente Milei y de sus no menos rústicos funcionarios no es un exceso retórico ni una torpeza comunicacional. Es método. Es doctrina. Es una forma de poder que busca reconfigurar no solo la economía sino el lazo social.

Los ejemplos abundan, son demasiados, pero alcanza con recordar los de la última semana, cuando el Gobierno dio una batalla fuerte contra todo el personal y los médicos residentes del Hospital Garrahan (un faro de la pediatría argentina, adonde acuden chicos de todo el país con enfermedades muy severas) en su lucha por resistir el ajuste brutal al que los someten con salarios de humillación. Los trabajadores del Garrahan denunciaron una pérdida salarial de hasta un 50% desde diciembre de 2023. Catástrofe aún más pronunciada cuando se conoce que la institución fue condenada a istrarse nuevamente con el mismo presupuesto de hace dos años.

La crueldad no es siempre sádica: también puede ser burocrática, sin odio personal

La diputada libertaria Lilia Lemoine, una vez más, no se privó de sumar su granito de arena a la inhumana vocación oficial y disparó: “Si nos les alcanza (lo que el Estado les paga a los residentes), deberían haber estudiado otra cosa”. Dijo esto un par de días después que el director de la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis), Diego Spagnuolo, soltó frente a Marlene Spesso que si había tenido un hijo con discapacidad, “era un problema de la familia y no del Estado”.

Marlene es la madre de Ian Moche, el chico de 12 años activista/influencer que divulga cuestiones relativas a su condición de autista. Spagnuolo hizo esta bestial declaración en medio del reclamo de la declaración de emergencia en discapacidad. Pues el Presidente tampoco perdió la oportunidad y acompañó a la jauría apiñada en las redes libertarias, acusando a Ian (recordemos con una condición diferente y de apenas 12 años) de operador kirchnerista.

Esta semana, también, el gobierno nacional emitió un decreto (firmado por Milei, el jefe de Gabinete, Guillermo Francos; y la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello) que deslinda responsabilidades respecto de la asistencia a gente que vive en las calles. Aunque sean cada vez más: 4.049 personas a noviembre pasado solo en la Ciudad de Buenos Aires. El Ejecutivo nacional no se va a ocupar más del tema, solo va a “regir, supervisar” y eventualmente “asistir” a las provincias cuando no dispongan de “recursos financieros” para atender este flagelo. Y lo anuncia a 15 minutos de que comience el invierno.

Pero ya se sabe: “El que no trabaja que no coma”. “Si se mueren, que se mueran”. “No hay plata”. Las frases se acumulan como un inventario de violencia moral, donde el pobre es culpable, el crítico es enemigo y el sufrimiento ajeno, una estadística tolerable.

Es que Javier Milei ha hecho de la crueldad un dispositivo narrativo. Pero no es el primero. La historia del poder autoritario conoce bien este tono. En Leviatán, Thomas Hobbes afirmaba que los hombres se someten al Estado por miedo a una muerte violenta. Milei invierte ese razonamiento: en su paradigma, el Estado no protege del miedo, lo amplifica. Lo istra. Amenaza con el caos para justificar la obediencia. La crueldad no es el colapso del orden: es su garantía.

Para los funcionarios del Gobierno, no alcanza con recortar

Más cercano aún es el eco de Friedrich Nietzsche, cuando exaltaba la “voluntad de poder” como superación de la moral de los débiles. Milei retoma esa tradición al despreciar la compasión como hipocresía. “No me preocupa el hambre, me preocupa el clientelismo”, dijo su ministra Pettovello.

Lo que se está instalando es una pedagogía del castigo. No basta con recortar: hay que humillar. Hay que recordarle a la sociedad, cada día, que el Estado ya no está para amortiguar el dolor, sino para istrarlo con eficacia. La crueldad se vuelve así performativa: busca disciplinar.

El desprecio presidencial por el periodismo entra en esta misma lógica. “El periodismo es una cloaca”; “son operadores disfrazados de periodistas”; “la prensa es una mafia”.

Los regímenes autoritarios del siglo XX entendieron muy bien que el lenguaje no solo describe al mundo: lo construye. El discurso del odio fue siempre el primer paso hacia la naturalización del daño. El que sufre algo habrá hecho.

“El que no entiende el ajuste que se joda”, parece decir el ministro Luis Caputo en su lenguaje corporal cuando encoge sus hombros como diciendo “¿y a mí por qué me miran?”. “¿Por qué deberían comer gratis?”, preguntó Adorni una vez en sus irritantes tenidas con la prensa. Frases como estas no son casuales: cumplen una función. Desmontan el pacto democrático de solidaridad. En lugar de derechos, competencia. En lugar de empatía, hostilidad.

La crueldad se vuelve así no un error, sino una pedagogía del orden. Cada palabra hiriente, cada gesto de desprecio, cada burla a los débiles cumple el rol de trazar una frontera: de este lado, los que obedecen; del otro, los que deben pagar el precio. Como apuntó Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén al analizar la “banalidad del mal”, al decir, palabra más, palabra menos, que la crueldad no siempre es sádica: puede ser burocrática, ejecutada sin reflexión ni odio personal. El mal puede ser impersonal, mecánico, obediente. Es parte de un sistema de cumplimiento de órdenes. Y allí está el vocero presidencial –otra vez– como ejemplo.

El filósofo Slavo Žižek sostiene que la crueldad, lejos de ser un simple aspecto periférico de la política, es inherente a ella, una forma en que la ideología se materializa.

Ergo: Milei no insulta por impulso. Milei castiga por diseño.

*Periodista.